Desde galletas espirituales fabricadas exclusivamente con alimentos naturales traídos de Palestina, hasta joyas de gran valor o simples camisetas decoradas.
Un ejemplo de esto lo constituye el hecho de que más de quince millones de jóvenes circularon, hace ya algunos años, en los Estados Unidos con un brazalete en el que podían leerse las siglas WWJD correspondientes en inglés a la pregunta: ¿qué haría Jesús en su lugar?
En principio, la idea de tales siglas es recordarles a los muchachos, en las decisiones que deben tomar a lo largo de su vida diaria, cuál sería la actitud del Señor Jesús. La intención parece buena, sin embargo el problema está en que la mayoría de estos jóvenes no se leyeron el libro que explicaba el sentido de esta campaña. Se conformaron sólo con comprarse y lucir el brazalete que se había puesto de moda.
Cambiaron el mensaje por el fetiche. Se podrá alegar que, aún así, el mero hecho de que quince millones de jóvenes lleven el brazalete es ya de por sí un testimonio cristiano. Es verdad. Pero también es cierto que cuando
Hallmark y
Barns & Noble lanzaron al mercado anillos de oro por un valor de 350 dólares, así como juguetes de lujo con las siglas WWJD, tales productos perdieron pronto el valor de su mensaje original y se convirtieron en meros fetiches consumistas.
Tales objetos en nada se diferencian de aquellos otros brazaletes con las “filacterias” que llevaban los vanidosos fariseos para ser vistos por los hombres y que Jesús condenó enérgicamente. Aquellas cajitas tenían escrita la ley de Moisés pero no eran más que fetiches:
“Porque atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres; pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Antes, hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres. Pues ensanchan sus filacterias, y extienden los flecos de sus mantos” (
Mt. 23:4-5). El problema no está en el objeto en sí, sino en el propósito y la intencionalidad de su uso. Fetiches pueden ser los casetes musicales, los videos, los libros e incluso un determinado tipo o versión de la Biblia, si se desposeen de su valor espiritual y formativo o se transforman sólo en productos de consumo, en objetos mágicos o en mercancía para obtener mucho dinero. De todo esto, el verdadero cristianismo deberá siempre huir.
La publicidad persigue siempre la creación, en el posible consumidor, del deseo de obtener un producto determinado. Para ello, en ocasiones, se recurre a una personalidad conocida con la intención de utilizarla como reclamo. Generalmente se trata de artistas, deportistas famosos, políticos, hombres de ciencia, etc., dependiendo de la naturaleza del producto y de los objetivos que se persigan. Sin embargo, los publicistas se quejan con frecuencia de que, a veces, los famosos que participan en el anuncio tienen más éxito que el propio producto anunciado. Su conocida personalidad anula al producto. Cuando después se pregunta al público qué es lo que recuerda del anuncio, el consumidor habla más del personaje que del producto en cuestión.
Este tipo de publicidad intenta provocar uno de los anhelos básicos del ser humano: la relevancia, el deseo de ser admirado y conocido, el ansia por convertirse en un triunfador o en un líder famoso. De manera que el producto recomendado por la persona famosa se transforma en una especie de fetiche, en un sustitutivo del personaje admirado, que crea en el consumidor la sensación de que, si lo adquiere, estará de alguna manera más cerca de alcanzar los mismos logros que su líder.
Pues bien, también en el entorno evangélico actual, quizás sin darnos cuenta, estamos rozando esta misma seducción. La estrella eclipsa al producto. El líder o evangelista hace sombra al mensaje que predica. Cuando, por ejemplo, se promociona una campaña evangelística, un concierto musical para dar testimonio de la fe cristiana o un libro que pretende edificar al pueblo de Dios, la confianza de los organizadores no está ya en la naturaleza del mensaje que se quiere difundir, el Evangelio de Jesucristo, sino en la fama de la persona que lo recomienda o en su capacidad de convocatoria.
Muchos libros cristianos que aparecen en los estantes de las librerías evangélicas no se venden ya por la naturaleza y calidad de su contenido, sino por el prestigio y la fama del autor.
La música cristiana no suele difundirse hoy por la espiritualidad de su mensaje sino, sobre todo, por la popularidad del cantante o del grupo. Lo que cuenta no es ya el mensaje sino el mensajero. Los medios se han vuelto más importantes que el propio fin. En cierto modo, esto contribuye a “personalizar” el Evangelio.
La Reforma protestante acabó con las imágenes en las iglesias evangélicas. Sin embargo, ¿no se estará en la actualidad volviendo otra vez a una especie de idolatría fetichista? ¿no habremos sustituido aquellas imágenes medievales de yeso por modernas fotografías y videos de los líderes de hoy? Los medios de comunicación evangélicos están repletos de anuncios de campañas evangelísticas con Fulano y con Mengano, como si ellos fueran las estrellas del espectáculo. ¿No sería mejor promocionar campañas con Jesucristo, la verdadera estrella?
En el monte de la transfiguración todo lo que Moisés y Elías -dos líderes de máximo prestigio en el mundo del Antiguo Testamento- pudieron hacer fue señalar a Cristo y desaparecer. Este acontecimiento muestra claramente que en el cristianismo la única estrella, el único merecedor de gloria y honra, es exclusivamente Jesucristo. Por tanto, en todas las actividades cristianas la estrella del anuncio debe ser siempre el mensaje de Jesús y nunca el mensajero.
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