El periodista polaco, fallecido en el mes de enero de este año, fue un trotamundos y muestra de ello es su producción recogida en varios libros. En todos ellos se preocupó por ahondar en la naturaleza humana, que combina grandeza y las más oscuras tinieblas. Tras varias décadas de ejercer su oficio de reportero con especial maestría, Kapuscinski sintetiza sus experiencias y aprendizajes en el libro
Encuentro con el Otro. El autor dice que
en la extensa historia humana localiza tres “posibilidades ante el encuentro con el Otro: podía elegir la guerra, aislarse tras una muralla o entablar un diálogo”. Es decir, intentar la conquista mediante la violencia, encerrarse y tratar de ignorar la existencia del mundo, o aventurarse a encontrar puntos de contacto con quienes nos son extraños inicialmente.
Los otros son aquellos que
no son como yo, los que tienen idioma, color de piel, gustos, creencias y prácticas distintas a las mías. De una constatación fáctica, su diferencia, se pueden sacar conclusiones valorativas: lo mío es mejor y más valioso, lo de ellos es peor y deleznable. De ahí que muchos conglomerados humanos se describan a sí mismos como “los hombres verdaderos”, los demás son alteraciones falsas.
En el origen de toda justificación para agredir a los otros encontramos el ejercicio de cuestionar o demeritar su humanidad. Encontramos este proceso justificatorio de la barbarie en los conquistadores españoles que llegaron a lo que hoy es América Latina y devastaron las civilizaciones indígenas. En el corazón de la polémica sostenida en 1550, en Valladolid, entre el imperialista Juan Ginés de Sepúlveda y el defensor de los indios, Bartolomé de Las Casas, estuvo el hecho de que uno negaba y el otro sostenía la humanidad de los indios. Si eran bestias, como el primero argumentaba, entonces el trato en extremo vejatorio que les daban los conquistadores era perfectamente válido. En cambio Las Casas se esforzó por hacer eco a lo señalado por el apóstol Pablo en Atenas sobre el origen divino de todo el linaje humano. Quien fuera el primer obispo de Chiapas con enjundia afirmó: “Los indios son nuestros hermanos y Cristo ha entregado su vida por ellos. ¿Por qué perseguirlos con tal salvajismo inhumano cuando ellos no merecen tal tratamiento?”
La hermenéutica de la deshumanización de los otros para intentar explicar que lo mejor es eliminarles, o mantenerles a raya tras murallas o alambradas, la encontramos diseminada por todos los periodos de la historia. Trátese de los nazis contra los judíos, o de la infernal masacre de los hutus perpetrada contra los tutsis en Ruanda, o la inmisericorde liquidación en Camboya de cientos de miles de quienes los jemeres rojos consideraban enemigos del pueblo. Y en América Latina los pretextos usados por los dictadores que desataron guerras sucias y su horrible saldo de torturados, desaparecidos y ejecutados con saña porque así, según ellos, defendían a la civilización occidental y cristiana de sus enemigos.
El árbol de las que se autoconsideran las verdaderas identidades siempre está reverdeciendo. Mientras los indígenas de carne y hueso en su mayoría redefinen lo que son y cómo quieren serlo, conservando algunos elementos de sus culturas, desechando otros e incorporando nuevos del amplio catálogo a su disposición, algunos ideólogos que
no son indígenas se empeñan en decirnos que las comunidades indias deben permanecer intocadas (cuestión imposible) por elementos culturales que les son ajenos y disolventes. Como de acuerdo a esos teóricos esencialistas los indios actuales son vestigios vivientes de culturas superiores, que prohijaron solamente buenos salvajes, entonces son los únicos que tienen autoridad moral para ejemplificar a cabalidad lo que es ser humano. Ellos son el paraíso perdido, donde todo es bueno por naturaleza. Una imagen idílica, que no resiste el análisis histórico y antropológico.
En la sociedad global, y mas globalizada que nunca antes, pululan los aldeanismos que buscan excluir a los otros, los extraños que irremediablemente son un peligro para la estabilidad, la pureza y la sobrevivencia del grupo que se ve sí mismo amenazado por la llegada de los pobres que emigran a los países primermundistas. En éstos, bien dice Kapuscinski, sigue el ominoso proceso de
cosificación, despojar de su carácter humano a los exóticos tercermundistas, en lugar de reconocerles que son “corresponsables del destino de la tierra que habitamos”.
¿En todo esto qué responsabilidad tenemos los seguidores de quien fue, y es, modelo de cómo relacionarse con el otro? En el Nuevo Testamento hay una riquísima veta para explorar, que apunta hacia que Jesús no conquistó a espada, ni edificó murallas para resguardarse de los demás. Al contrario, fue al encuentro de los otros, les reconoció como interlocutores en los diálogos que sostuvo con ellos y, para espanto de muchos, ¡con ellas! Hizo añicos las fronteras de separación y convocó a sus seguidores a conformar comunidades heterogéneas, de todo pueblo, lengua y nación.
Tomo, para finalizar, la adaptación que hizo Samuel Escobar del capítulo dos de la Carta a los Filipenses, en el marco de su ponencia presentada en el Tercer Congreso Latinoamericano de Evangelización, que tuvo lugar en Quito, Ecuador, del 24 de agosto al 4 de septiembre de 1992.
De forma poética Samuel nos recordó que
es imprescindible cruzar todas las fronteras que dividen, para ir al encuentro y diálogo con los otros, “no con espada, ni con ejército, mas con su Santo Espíritu” (
Zacarías 4:6).
Haya pues en nosotros ese mismo sentir que hubo también en Cristo Jesús,
Quien para alcanzarnos cruzó la frontera del cielo hacia la tierra,
cruzó la frontera de la pobreza para nacer en un pesebre y vivir sin saber
donde iba a reclinar su cabeza por la noche,
cruzó la frontera de la marginación para abrazar a publicanos y samaritanos,
cruzó la frontera del poder espiritual para liberar a los afligidos por legiones de demonios,
cruzó la frontera de la protesta social para cantarles las verdades a los fariseos,
escribas y mercachifles del templo,
cruzó la frontera de la cruz y de la muerte para ayudarnos a todos a pasar al otro lado;
Señor resucitado que por eso nos espera allá, en toda frontera que tengamos
que cruzar con su Evangelio.
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