Como también anunciamos, vamos en estos próximos artículos a analizar cada domingo un distinto panorama -en tres niveles- de la MIGRACIÓN Y GLOBALIZACIÓN. Se trata de los niveles histórico-narrativo, poético-simbólico y teológico-profético. Este artículo de hoy se corresponde, como expone su título, con el nivel histórico-narrativo.
Varios son los núcleos de la fe bíblica que resultarían inexplicables sin discutir, así sea brevemente, la dinámica de las migraciones. Basta con observar atentamente los mapas de la antigüedad para percibir, en las enormes trayectorias de los peregrinos, la magnitud de los traslados, geográficamente hablando.
La forma en que los relatos sintetizan, dentro y fuera de la Biblia, la dureza de la experiencia de los transterrados, coloca los relatos en una dimensión muy reducida que únicamente las tradiciones orales son capaces de transmitir en su justa realidad.
Lo que queda claro, en todas las épocas, es la manera en que el fenómeno migratorio es incorporado como un elemento estructural de los sistemas económicos, cualesquiera sea el carácter de los mismos, dentro de la evolución de los modos de producción.
Sean las esclavas hebreas en Egipto o las trabajadoras de las maquiladoras en el norte de México o en los países europeos,
el estatus de su trabajo como migrantes se ve reducido de valor ante las exigencias del sistema económico que busca lograr los niveles de producción que demanda el mercado, sin reparar en los desajustes psicológicos, alimenticios y emocionales que implica tener que ser
trabajadores efectivamente productivos en cualquier lugar y tiempo.
La ecuación espacio-tiempo, tan cara a los narradores de todos los tiempos, aparece en el caso de las migraciones en una abierta discontinuidad adonde las vidas concretas de los seres humanos se ven desgarradas por no coincidir necesariamente con los intereses de sus empleadores, al grado de que la potenciación psicológica e incluso orgánica de su productividad está en función de la manera en que son asimilados en la sociedad adonde se ubican por la necesidad laboral y de mejores estándares de vida.
Las desafortunadas palabras del ex presidente mexicano Vicente Fox acerca de que los trabajadores mexicanos llevan a cabo las labores que “ni los negros quieren hacer”, ejemplifican la forma en que aquéllos deben hacerse a la idea de que la importancia de su trabajo se impone por la fuerza de los hechos para obtener los beneficios económicos que en su país les ha sido imposible lograr. Los bajísimos niveles de escolaridad de estos migrantes se proyectan directamente en el tipo de trabajos que se ven forzados a realizar, a contracorriente de lo que sucede con las nuevas generaciones que ya gozan de la nacionalidad estadounidense.
Otro aspecto lo constituyen las tradiciones que los trabajadores agrícolas mexicanos en Estados Unidos se ven obligados a forjar para ahorrar y poder enviar las remesas a sus familias en términos, por ejemplo, de la alimentación, pues sus hábitos tienen que transformarse para responder físicamente a las exigencias de la productividad.
En este sentido, las nuevas gestas de los migrantes, como aquellas que han alcanzado estatura de canónicas, merecen ser rescatadas y ser transmitidas como elementos liberadores para las nuevas generaciones que enfrentan el riesgo de la asimilación cultural, puesto que ya no participan del recuerdo de la tierra originaria. Esta es la razón por qué los relatos bíblicos insisten tanto en la transmisión de la memoria histórica para que “aquellos que ya no vivieron las acciones liberadoras de Dios” (
Dt 26) tengan un asidero cultural, cultual y tradicional que los conecte con la tierra de sus padres y con sus esfuerzos por persistir en los patrones que les dieron origen.
La continuidad cultural es un lazo intergeneracional que debe trabajarse arduamente en medio del bombardeo de la sociedad dominante a la cual se han integrado los migrantes.
Un dato contradictorio: recientemente ha sido ordenada como pastora (en la Iglesia Presbiteriana de Estados Unidos) Rosa Blanca González, egresada de un seminario mexicano, quien, sin la esperanza de alcanzar ese reconocimiento en su país, trabaja con familias de indocumentados. Esta situación, altamente positiva para su desarrollo personal y también por la superación de las barreras de género que su iglesia impone a las mujeres, no deja de ser paradójica, pues sólo mediante la migración ella alcanzó semejante logro.
Reunión interregional de la FUMEC (WSCF), Centro Luterano, México, D.F.
18 de septiembre, 2007
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