Es verdad que, cuando se vuelven los ojos a la historia del judeocristianismo, el sexo femenino aparece generalmente como deficiente y culpable de tentar al hombre ya desde el mismo huerto del Edén. De ahí que, para muchos religiosos, la mujer no pueda representar de forma cabal a la persona de Jesús, mientras que en cambio el varón sí sea capaz de hacerlo.
Por eso, para bastantes creyentes, habría sacerdotes y pastores pero no sus homólogas del otro sexo. La mayoría de los padres de la Iglesia consideraban también al hombre como más honorable que la mujer, cuando no acusaban a ésta de ser la misma puerta del infierno, por lo que merecía vivir como rea o subalterna del varón. Las humillaciones a la mujer fundamentadas en tales ideas constituyen páginas sombrías de la historia cuyas prolongaciones llegan hasta nuestros días y se perpetúan en determinados ambientes.
No obstante, judíos y cristianos no han sido los únicos promotores de imponer el machismo en el mundo. Conviene señalar que en todos los rincones de este planeta donde ha florecido alguna civilización, ésta ha sido casi siempre de carácter patriarcal. En este sentido, no es posible culpar a los pueblos bíblicos de ser los únicos responsables de la discriminación sexual en el mundo. La superioridad física del varón ha sido el principal elemento que ha determinado el sometimiento de la mujer en la mayoría de las sociedades humanas.
Hay que reconocer que la existencia de un matriarcado en los pueblos primitivos, en el que las hembras ostentaran la autoridad sobre los hombres así como la posesión de la riqueza que irían pasando a sus hijas de generación en generación, es un producto ideal y utópico propuesto por las teorías evolucionistas de Bachofen durante el siglo XIX (Bachofen, J.J.
El matriarcado, Akal, Madrid, 1987). Sin embargo, nunca existieron ejemplos concretos de tal hipotético matriarcado sino sólo meros privilegios de la mujer en el seno de sociedades gobernadas por varones.
Los defensores de estas teorías afirmaban que el ser humano en su evolución cultural habría pasado por tres etapas diferentes: el heterismo, es decir la promiscuidad sexual de todos los varones con todas las hembras; el matriarcado, en el que las mujeres ejercerían el poder y, por último, el patriarcado o la etapa más evolucionada en que nos encontramos hoy. Pero lo cierto es que, hasta los más acérrimos defensores de tales planteamientos, admiten que el matriarcado nunca existió en estado puro, a no ser en la imaginación de sus teóricos. La falta de pruebas hizo que tales ideas fueran abandonadas.
Dicho esto, es menester reconocer que las costumbres primitivas del Antiguo Testamento reflejaban una clara desigualdad entre el hombre y la mujer.
El marido era literalmente “señor” o “dueño” de su esposa (
Gn. 18:12;
Jue. 19:26;
Am. 4:1). Éstos eran además los mismos términos con que los esclavos se dirigían a sus amos o los súbditos al rey. Un padre podía incluso vender a su hija si así lo consideraba oportuno (
Ex. 21:7) ya que la mujer entraba en la lista de las posesiones del marido (
Ex. 20:17). Era posible repudiar a la esposa, incluso por causas nimias, pero ella no tenía posibilidad legal de solicitar el divorcio. A la mujer se la considerada siempre como una menor de edad y no podía heredar del padre o del marido cuando había otros posibles herederos varones, aunque fueran más jóvenes que ella (
Nm. 27:8). El voto o juramento de una mujer dependía siempre del consentimiento del padre o del marido (
Nm. 30:4-16). A pesar de esto, los trabajos más duros del hogar así como el cuidado de los rebaños o las labores del campo eran también responsabilidad de las mujeres.
Al comparar el papel de la mujer en la cultura hebrea veterotestamentaria con las costumbres de los pueblos vecinos, De Vaux, escribe lo siguiente: “desde el punto de vista social y jurídico, la situación de la mujer en Israel es inferior a la que tenía en los grandes países vecinos. En Egipto, la mujer aparece con frecuencia con todos los derechos de un cabeza de familia. En Babilonia, puede adquirir, perseguir judicialmente, ser parte contrayente y tiene cierta parte en la herencia de su marido” (De Vaux, R.
Instituciones del Antiguo Testamento, Herder, Barcelona, 1985: 75).
No obstante, a pesar de esta situación generalizada de la mujer, el Antiguo Testamento ofrece también notables excepciones de personajes femeninos que llegaron a convertirse en auténticas heroínas, como Débora que fue gobernadora de Israel y profetisa (
Jue. 4:4) o Jael que mató al capitán del ejército de Canaán (
Jue. 4:21). También otra mujer, Atalía ocupó durante varios años el trono de Judá (
2 R. 11) y la profetisa Hulda fue consultada por los ministros del rey (
2 R. 22:14ss). Asimismo el libro de Ester habla de la salvación del pueblo llevada a cabo por las acciones de una mujer. Sin embargo, estos hechos puntuales no pueden evitar la consideración de que la vida social y la legislación de los judíos en el Viejo Testamento fueran claramente discriminatorias para la mujer.
Pero
esta situación cambió radicalmente con la llegada del Mesías. Pero este aspecto lo veremos ya el domingo próximo.
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