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La iglesia en la calle

¿Qué es lo mínimo que se necesita para que haya una iglesia cristiana? Esta pregunta ha tenido muy variadas respuestas, desde las más escuetas y sencillas hasta las más extensas y eruditas. Existe una disciplina muy bien estructurada, y con distintas escuelas y corrientes, que estudia el ser y quehacer de la Iglesia, así como sus expresiones locales. Se trata de la eclesiología.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 01 DE DICIEMBRE DE 2007 23:00 h

No es mi intención responder la pregunta con la que abre mi artículo de esta semana. Entre otras razones porque es una cuestión vasta, que requiere muchos más alcances que mis escasos talentos. Más bien quiero motivar a quienes dan por hecho que tienen una respuesta automática a la interrogante, para que juntos examinemos nuestras presuposiciones y prácticas eclesiásticas. Invito a que dejemos la comodidad, si la tenemos, de nuestros templos bien construidos y nos pongamos en los zapatos de quienes, por distintas circunstancias, carecen de instalaciones (como se dice en México) o facilidades (como se usa en otras partes) relativamente amplias y más o menos bien equipadas.

La inquietud de escribir sobre el tema nació al leer, y escuchar, en Protestante Digital que la Iglesia Buenas Noticias, en Madrid, se ha visto obligada a realizar sus reuniones “al aire libre en la calle. No se sabe cuándo dejarán de hacerlo”. La razón es que las autoridades municipales exigen a la congregación que el local en el que venían realizando sus cultos, y otras actividades, sea modificado conforme a exigencias que suenan absurdas para un lugar de reuniones religiosas. Por lo tanto el edificio ha sido precintado, no abrirá sus puertas hasta que se le hagan las remodelaciones que el Ayuntamiento demanda. El pastor de Buenas Nuevas, Jesús Cerezo, argumenta que a su iglesia le ponen condiciones de funcionamiento propias de centros comerciales, salas de cines y bares. Afirma, con razón, que es un caso de discriminación, en el que la ley se usa para hostigar a un grupo de creyentes y hacerles su vida comunitaria imposible.

El de la iglesia de Madrid no tiene la crudeza que caracteriza el despojo y/o destrucción de los templos que han sufrido un alto número de evangélicos indígenas en México, particularmente en Chiapas y Oaxaca; pero de cualquier manera muestra cómo en naciones democráticas se cometen injusticias contra colectivos cuyos derechos deberían ser respetados y no vulnerados mediante argucias legales. El pastor Cerezo afirma que la discriminación padecida por su iglesia es como “volver a los años 50 o 60, una situación tercermundista”. Pues sí, en Madrid también hace aire, expresión coloquial mexicana/latinoamericana para concluir que en otros lugares, los más improbables, igualmente tienen lugar situaciones que se creía sólo acontecían en nuestras tierras.

En el verano del 2005, en un curso que se encontraba impartiendo a líderes de las iglesias indígenas de Chiapas, estaban presentes tzotziles, choles, tzeltales, mames y tojolabales y la lengua franca era el castellano, el misiólogo (hijo de misioneros, nacido en México y misionero en tierras chiapanecas por más de dos décadas) Carlos Van Engen contó una pequeña historia sucedida en una de sus clases impartidas en el prestigiado Seminario Fuller, en Pasadena, California. La retomo y sintetizo porque tiene lecciones que guardo en mi corazón.

El doctor Van Engen, con su magistral forma de enseñar, refirió que la asistencia a sus cursos en Fuller es siempre muy variada en su composición étnica. En una ocasión hizo la pregunta acerca de los mínimos necesarios para que existiese iglesia en cualquier lugar. Un estudiante anglosajón, formado en el contexto norteamericano de abundancia, respondió con un amplio listado que iba de un fuerte respaldo doctrinal a edificaciones equipadas para servir a distintos grupos de edad e interés en la congregación. Después de varias intervenciones más o menos en el mismo sentido, solicito la palabra un becario africano. Él dijo algo que levantó estentóreas risas: “para que haya iglesia solamente es necesario una Biblia, un árbol y una campana”. Una vez que Carlos Van Engen pidió atención del resto de la clase, el hermano de África explico su dicho. La Biblia, explicó, porque en ella se basa la fe cristiana y es imprescindible para enseñar y discipular al pueblo de Dios sobre cuál es su misión. El árbol porque bajo sus ramas pueden protegerse del clima los reunidos. Y la campana para avisar y convocar a los cristianos de que el culto y otras actividades eclesiales están por iniciarse.

Es obvio que el ejemplo africano refleja una situación en la cual los creyentes carecen de las modestas o lujosas construcciones que tienen otros cristianos en América Latina, Europa, Asia y en las mismas ciudades de África. Se refiere a un entorno rural, a un pastor itinerante que visita comunidades muy pobres. Sin embargo, me parece, que la narración debiera hacernos pensar en nuestra eclesiología y las prácticas que de ella se desprenden. Es necesario recordar que la sencillez del Evangelio ha sido revestida de ropajes que asfixian, o pretenden asfixiar, el soplo del Espíritu. Una y otra vez las iglesias cristianas, y sus instituciones educativas, harían bien si retornaran a la historia, para comprobar cómo los vientos frescos vinieron de quienes hicieron de la calle, las plazas públicas y otros espacios non sacros, sitios para compartir las buenas nuevas al estilo de Jesús, quien pasó más, mucho más, tiempo en las polvorientas calles y caminos de entonces que en las sinagogas o el templo en Jerusalén.

El aldeanismo, que confunde su estrechez geográfica y de pensamiento con el todo, es ajeno al espíritu del Evangelio. Bien lo aseveró John Wesley cuando el establishment religioso inglés le criticó por ir a donde se encontraba el populacho: “el mundo es mi parroquia”. Cuando nos encerramos y creemos que el templo es sinónimo de Iglesia, perdemos el sentido bíblico de misión, que incluye ir al encuentro del otro, derribando fronteras y proclamando el Evangelio de paz que reconcilia vertical y horizontalmente.

Hace bien el liderazgo y congregación de la Iglesia Buenas Nuevas, en Madrid, cuando defiende sus derechos y denuncia la discriminación de que es objeto. Seguro que su experiencia de ser iglesia en la calle está dejando en ellos aprendizajes que solamente desalojados de su templo ahora entienden mejor. En una época en que los colectivos de distinto signo reivindican sus derechos, los evangélicos castigados por la municipalidad madrileña han de reforzar su estrategia para que dejen de ser tratados como ciudadanos de segunda clase. Por otra parte, en la ominosa situación que padecen, han de recordar “que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados” (Romanos 8:28).

¿Y si en solidaridad con la Iglesia Buenas Nuevas, y tantas otras perseguidas por todo el planeta, convocamos a nuestras propias congregaciones a un día de Iglesia en la calle? Con toda intención salgamos, realicemos por un día nuestros cultos, estudios bíblicos, clases de escuela dominical y demás actividades en plena calle, explicando a nuestros vecinos y transeúntes que lo hacemos para identificarnos con quienes alguien les impide tener un local propio. Digamos, en esa hipotética situación de desalojo voluntario, que celebramos gozosamente el ser discípulos de Jesús, quien nació en un lugar prestado (Lucas 2:7) y no tenía ni donde recostar su cabeza (Mateo 8:20).

Si lo hacemos vamos a ver todo de manera distinta, porque desde dónde miramos es tan importante como quién y qué mira.
 

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