A los chicos desde pequeños les gusta provocarse entre sí, juegan a pelearse o lo hacen de verdad, intentan competir y dominarse unos a otros, les interesa averiguar quién es el más fuerte y esto les sirve para establecer jerarquías dentro del grupo de amigos. Con el fin de atraer la atención de las chicas o ser reconocidos por los demás, están dispuestos a medir sus fuerzas y demostrar su virilidad. Los valores competitivos, la obtención de la victoria o el poder sobrepasar a los demás, forman parte de la construcción de la identidad masculina.
No es extraño, por tanto, que de adultos, sean también los varones quienes ocupen los principales cargos en las esferas de poder.
Aunque la cultura competitiva propia de la sociedad pueda influir por igual sobre chicos y chicas, lo cierto es que éstos están predispuestos por naturaleza, mucho más que las mujeres, para la lucha por el dominio, el poder o la victoria. En cambio, las chicas están muy orientadas hacia lo relacional, lo psicológico, lo íntimo, así como los asuntos afectivos y estéticos.
No parece que las presiones igualitarias vayan a poder borrar estas diferencias innatas entre hombres y mujeres. El pensador francés, Gilles Lipovetsky, escribe: “A la luz de las tendencias actuales, las tesis de la “derrota de los hombres” no pueden sino inspirar escepticismo. Preparados socialmente para afirmar su yo en la confrontación con los demás, los hombres no han perdido la posición privilegiada de que gozan para ganar en el juego del poder y de la gloria. Sólo los valores machistas, los signos más enfáticos de la virilidad se ven devaluados” (Lipovetsky, 2000: 282).
Estas diferencias naturales entre los sexos les hacen dependientes entre sí ya que se necesitan mutuamente porque se complementan. De ahí que la familia no pueda desaparecer como célula fundamental de la sociedad humana ya que es en su seno donde se producen las relaciones que forman a las personas.
Es posible que la antigua familia jerarquizada, en la que el padre representaba la máxima autoridad y tomaba todas las decisiones al margen de los demás miembros, se vaya convirtiendo en una familia más igualitaria que contemple las opiniones de ambos cónyuges y en la que ninguno de ellos se imponga por la fuerza al otro.
Las relaciones familiares deben basarse en el amor, la comunicación sincera, el diálogo abierto, el esfuerzo por entender el punto de vista de los demás y en la confianza mutua. Nunca en el autoritarismo, la violencia o la imposición. No debe confundirse la autoridad con el autoritarismo. Esto no significa, ni mucho menos, que los padres no deban tener autoridad sobre sus hijos o que tengan que permitirles la indisciplina y la falta de respeto. Pero sí la obligación de explicar y argumentar sus decisiones con el fin de no provocar la ira de los hijos.
El hecho de que muchos hogares del mundo globalizado se estén rompiendo cada día como consecuencia de los diversos factores mencionados, no implica necesariamente que la familia heterosexual vaya a desaparecer de la aldea global.
Es verdad que algunos hogares se deshacen, pero también es cierto que muchas parejas continúan contrayendo matrimonio, constituyendo familias y criando hijos en un ambiente de amor y respeto mutuo. La familia sigue siendo el mecanismo fundamental de socialización para las personas, y las relaciones que se generan en el seno de la misma influyen decisivamente en la personalidad de los hijos.
De ahí que esta institución humana sea hoy más necesaria que nunca ya que el hombre y la mujer actuales necesitan una mayor protección psicológica por el hecho de vivir en una sociedad profundamente individualista. La seguridad afectiva y el bienestar psíquico necesarios para sobrevivir en un mundo egoísta, sólo pueden ser proporcionados por la familia que vive unida, se ayuda y se ama sinceramente.
En definitiva, el modelo de familia que se necesita hoy es el que propuso Jesucristo hace dos mil años y que está recogido en las páginas de la Escritura. Un modelo que, como se verá en próximos dominicales, ha sido malinterpretado y deformado a lo largo de la historia. Y que, a pesar de haberse dado en un ambiente cultural patriarcalista como era el mundo judío, griego o romano, se aparta de todas estas tradiciones humanas para dignificar el papel de la mujer, la relación con los hijos y señalar cuál es la verdadera misión del marido según los planes de Dios.
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