Fue el caso de
George Borrow, quien recorrió entre 1836 y 1840 buena parte de España enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera con el fin de distribuir la Biblia. Borrow tenía muy claro lo que debía hacer, nos dice Manuel Azaña en su introducción al libro de memorias del colportor inglés (
La Biblia en España, Alianza Editorial): “Le pareció necesario, ante todo, hacer en España una tirada de la Biblia en castellano, porque sólo podían circular las impresas en el reino. Pero lo difícil no era eso; lo difícil era obtener permiso para imprimirla sin notas.
Desde la invención de la imprenta, hasta 1820, no se había impreso en España ninguna traducción de la Biblia descargada de comentarios y notas, y que fuese, por tanto, de tamaño manual y de precio reducido, accesible a todos. En 1790 apareció la traducción de Scio, en diez volúmenes en cuarto. Al amparo de fugaz libertad política, instaurada por la revolución de 1820, se imprimió en Barcelona (1820) el Nuevo Testamento, traducción de Scio, pero sin notas; desde entonces, hasta la llegada de Borrow a España, nada más se había hecho.
La propaganda de las sociedades bíblicas no consiste, esencialmente, en predicar una confesión determinada, sino en difundir la lectura de la Biblia, poniendo al alcance del mayor número el texto genuino de la escritura. Como, en opinión de los cristianos reformados, los dogmas y prácticas de la Iglesia romana contradicen la letra y el espíritu del libro sagrado, basta la lectura de su texto auténtico, y la restauración del sentido propio en su inteligencia e interpretación, para minar las bases de la dominación papista.
Así, Borrow, abundando en las intenciones de sus directores, y con autorización expresa de ellos, gestionó desde luego el permiso que necesitaba para imprimir el Evangelio sin notas, y, vencidas no pocas dificultades, se dispuso a reimprimir en Madrid la traducción del Nuevo Testamento, de Scio, editada sin notas por la Sociedad Bíblica de Londres, en 1826. Borrow y la Sociedad Bíblica desconocían las versiones castellanas de la Biblia, hechas por los antiguos reformistas españoles, libros rarísimos entonces”.
Es precisamente la edición de 1826 la que distribuye en México un colportor igualmente enviado por la Sociedad Bíblica Británica y Extranjera,
James Thomson, quien llega en abril de 1827. Escocés de nacimiento, combinaba el colportaje con tareas pedagógicas, ya que buscaba implantar escuelas lancasterianas en los países latinoamericanos por él visitados.
Thomson, al igual que Borrow en España, encuentra grandes dificultades para realizar la misión que le llevó a lejanas tierras. En México persevera en su trabajo y logra el apoyo de los liberales, sobre todo de uno de ellos, el sacerdote José María Luis Mora. Éste personaje simpatizó mucho con la tarea de Thomson, pero no se convirtió al protestantismo como algunos historiadores afirman.
Por otra parte James Thomson no solamente distribuyó la Palabra, sino que dejó establecidos círculos de estudios de la Biblia. Uno de ellos, en la ciudad de México, realizaba algo muy cercano a los cultos evangélicos. ¿Cuántos de los miles de nuevos testamentos distribuidos por Thomson fueron leídos con avidez y dejaron convencidos a sus lectores de que la fe era un compromiso personal? La sencilla obra del colportor abonó el terreno para la emergencia del cristianismo evangélico en México.
La historia del italiano
Francisco Penzotti es rica en lecciones de fidelidad a la noble tarea de distribución bíblica. A los trece años, en 1864, emigra a Uruguay, donde tiempo después se convierte al Evangelio y se involucra intensamente en una iglesia metodista. De oficio carpintero, Penzotti es ejemplo de cómo un sencillo obrero que tiene hambre de prepararse y aprender, supera los obstáculos de su condición humilde y mediante disciplina autodidacta adquiere herramientas para su formación espiritual/intelectual que asombrarán a sus adversarios.
Con uno de sus mentores, el misionero escocés
Andrew Milne, y otro colportor apellidado
Gandolfo, en 1883 Francisco Penzotti comienza la que será su pasión hasta el final de sus días: recorrer en condiciones agudamente adversas la vasta geografía latinoamericana llevando la Biblia a los pueblos. En ese primer viaje visita el noroeste de Argentina, Chile y Bolivia. En estas y otras naciones abogó por la libertad de cultos, y por ello enfrentó persecuciones y penurias económicas que fueron mellando su salud.
En 1890 es encarcelado en Perú, en el Callao, acusado de ir contra la religión oficial del país, el catolicismo romano. Su “delito” le vale permanecer ocho meses en prisión, del 26 de julio de 1890 al 28 marzo de 1891. Para exasperación de sus perseguidores, Penzotti aprovecha su reclusión para evangelizar a sus compañeros de cárcel.
En su caso se evidencia crudamente la unión del Estado con una confesión religiosa que se consideraba dueña de las conciencias de los peruanos y tenía por advenedizos indeseables a Penzotti y las nacientes comunidades evangélicas conformados por ciudadanos del Perú.
Gracias a la tarea de rescate documental del historiador Tomás Gutiérrez, de confesión bautista, hay una edición relativamente reciente de las actas del proceso judicial seguido a Francisco Penzotti (
Época, Revista de Historia Eclesiástica, Lima, Perú, número 3, julio-diciembre 1996). Leer esos documentos nos recuerda la intolerancia y el autoritarismo político/religioso católico que los primeros protestantes en América Latina debieron padecer a la hora de enraizarse en nuestro Continente.
Mientras el colportor y pastor permanecía en la cárcel, la congregación por él iniciada continuó con sus actividades. Otros y otras tomaron la estafeta y así demostraron que había nacionales plenamente capacitados para continuar el trabajo de Francisco Penzotti. De la misma manera se solidarizaron con el perseguido pensadores liberales que pugnaban por un Estado laico, y veían en el caso del personaje prisionero tanto un anacronismo como una injusticia sólo posible por la protección gubernamental hacia las pretensiones de la Iglesia católica.
Por su esforzada labor y la defensa que de ella hizo Penzotti, el obispo metodista Wenceslao Bahamonde Robles sintetizó así su legado: “Como el cristianismo tuvo su San Pablo, la Reforma su Lutero… así el Perú tuvo su Penzotti, un humilde carpintero italiano convertido en el Uruguay quien llegó a ser un colportor, un apóstol y un héroe”.
De otros colportores, no obstante nuestros esfuerzos de investigación, desconocemos sus nombres. Solamente sabemos de ellos por los efectos de su labor. Como en
Chiapas, cuando en las fincas cafetaleras del Soconusco, en 1878 un colportor reparte biblias y se convierte Petrona Calderón de Córdova, la suegra del finquero Camilo Canel. En 1901 unos colportores guatemaltecos (
Abraham Quilos y
Tranquilino Castillo), todo indica que de manera espontánea, distribuyen biblias en
Mazapa y con ello dan origen a una congregación que se levanta con personas que por su cuenta se ponen a leer lo dejado por aquellos dos hombres.
Julián Hernández, y los de su misma estirpe, los colportores, que se dieron a la tarea de llevar la Palabra impresa a los suyos o a extraños, tienen su nombre grabado en esa lista de Hebreos 11. Porque al igual que los allí nombrados, los movió la fe y no se arredraron ante los edictos de los poderosos que les prohibían entrar en sus dominios.
NOTA FINAL: en la primera parte de este artículo escribí: “No sé si exista alguna historia de los colportores bíblicos, esos personajes que distribuyen biblias, nuevos testamentos o alguna porción de Las Escrituras… Si existe esa historia, y alguno de los lectores la conoce, le solicito que me envíe información al respecto”. Pues bien, comparto que para el caso de América Latina David Powell escribió
Nos legaron su ejemplo, semblanzas biográficas (Ediciones Kairós, Buenos Aires, 2000), un libro de 90 páginas en el que se ocupa de doce personajes, la mayoría de ellos fueron colportores. Está pendiente una obra más extensa y para producirla tal vez tendría que ser de autoría colectiva.
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