Anastasio había tenido una leve duda respecto a cual usar aquel día. Por él, ninguna de las dos porque ambas eran horribles, pero al fin se decidió por la que consideró menos fea: la que tenía una infinidad de pequeños puntitos café sobre un fuerte color amarillo. La otra tenía unos grandes puntos amarillos sobre un fondo café diluido.
La primera parecía haber sido confeccionada con suciedades de moscas en tanto que la segunda sugería una repetición alocada del astro sol alumbrando a más no poder. Hasta dolían los ojos mirar aquella corbata tan exageradamente astral.
Su mujer, que había hecho por costumbre regañarlo por cualquier cosa, al verlo con esa corbata puesta, le gritó, furiosa: “¡Claro! ¡La otra no te gustó, eh!” Lejos de sorprenderse por el comentario, Anastasio se miró la corbata, la miró a ella con esa paciencia de santo que había desarrollado tras tantos regaños, y replicó: “¿Qué querías, mujer, que usara las dos al mismo tiempo?”
Ella, impertinente como siempre, le contestó sin pensar mucho en lo que decía (en realidad, pensar no era su afición favorita): “¡Exactamente! ¡Que uses las dos al mismo tiempo, tarado!” “Ya lo haré, mujer. Ya lo haré. No te desesperes” le contestó él, sin también pensar mucho en lo que decía. Pero aquella respuesta le encendió, en algún punto de su cerebro, una lucecita que, difusa al principio, se fue haciendo más clara a medida que pasaba el tiempo. “¡No es mala idea!” dijo para sí. “¿Cómo no se me había ocurrido antes?”
Previo a tomar la decisión de usar alrededor del cuello las dos corbatas regalo de su mujer, Anastasio quiso saber cómo le iría en el encuentro que tendría con Dios cuando abandonara este mundo. Y se dio a la tarea de buscar una respuesta que le dijera qué era lo mejor o lo peor que le podría ocurrir una vez el hecho consumado.
Primero, fue a la Biblia; luego, a cuanto comentario sobre religiones y tratados exegéticos le vinieron a la mano. Y de todo lo que encontró, nada le pareció concluyente. Lo que la Biblia decía al respecto, si es que decía algo, no pudo ubicarlo ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento. Y en cuanto a los comentarios de los eruditos y de los padres de las diferentes creencias, cada uno sacaba sus propias conclusiones y opinaba a su manera. Algunos decían que sí; otros, que no; otros, que tal vez; otros, que quien sabe.
Se detuvo en el caso de Judas y eso tampoco lo ayudó mucho. Después de lo dicho por Jesús, en el sentido que mejor habría sido que no hubiera nacido, Judas, en su opinión, se fue al infierno, si es que se fue para allá, no por tomar la decisión de colgarse de un árbol, sino por haber venido al mundo con un destino aparentemente ya fijado. “El problema con Judas”, le dijo alguien, “es que no se arrepintió”. “¿Cómo que no se arrepintió?” replicó él. “¿Y la devolución de las treinta monedas, no fue un acto de arrepentimiento?” “Sí, pero… es que no siguió el camino de Pedro”. “¿Y cuál es el camino de Pedro?” “Que lloró amargamente después de haber negado tres veces al Maestro”. “¿Y quién dice que Judas no lloró amargamente? ¿Y quién dice que el camino de Pedro es el camino correcto sobre todo hoy día cuando las lágrimas suelen responder a sentimientos tan encontrados, o a la ausencia, sencillamente, de sentimientos? ¿O quien dice que con unas cuantas lágrimas basta para conseguir el perdón de Dios?” “Bueno, es que hay evidencia de que Jesús lo perdonó, lo que sugiere que Pedro hizo lo que tenía que hacer y Judas no”. “Esa es su opinión, claro, pero le pregunto: ¿Todo el mundo opina como usted?”
Pensó en que no todas las personas reaccionan de la misma manera ante una situación dada y que así como algunos corren a arrodillarse ante el ofendido, otros se apresuran a ocultarse para llorar, a solas, su amargura. Recordó cuán poco se acostumbra actualmente pedir perdón. La mayoría de la gente prefiere ignorar el asunto esperando que pase la suficiente agua por debajo de los puentes para que se lleve los malos recuerdos de una peor acción o de una palabra ofensiva.
Quiso seguir argumentando, pero decidió, mejor, remitirse al hecho aparente de que muchas cosas que tienen que ver con la vida presente y con la futura dependen del color del cristal con que se miran o, con qué línea de pensamiento y doctrina se identifican quienes opinan, incluyendo a los grandes pensadores de la Historia. Recordó, por ejemplo, haber leído en alguna parte las opiniones de los eruditos sobre quién era la mujer que, según Apocalipsis 12, estaba a punto de dar a luz una criatura a la que un dragón esperaba, fauces abiertas y babas colgando, para tragársela en cuanto pusiera un pie en la tierra. Algunos decían que representaba a Israel, otros que a María y aún otros que a la Iglesia. ¿Con cuál opinión quedarse, cuando las tres parecían acertadas?
Pues, decidió seguir adelante con su plan.
Su problema, en realidad, no eran ni las dos corbatas ni las regañadas de su mujer. Era más profundo y eso lo tenía cansado.
Solía decir: “Yo no solo nací en una época equivocada, sino que nací en una galaxia equivocada. Soy como los salmones que nadan corriente arriba para terminar siendo manjar de un oso avispado. Para poder convivir con gente que no piensa como yo, he tenido que ocultar mis opiniones. Por ejemplo, ¿admiro y respeto a alguien? Pues resulta que todos lo odian. Entonces, para no meterme en problemas, me callo la boca. Me opongo a cosas que todo el mundo acepta; rechazo ciertas costumbres, tradiciones y hábitos que para los demás son algo normal. Y cuando sugiero mi contrariedad, me miran como si estuviera leproso. Nadie ve el punto que veo yo. O como lo veo yo. Lo que a mí me preocupa de la vida diaria, a los demás les resbala. Siempre me pongo en la fila equivocada, la que parece más rápida y termina siendo la que no avanza nunca. Me peleo con el cajero del banco en defensa de mis intereses y de los demás que están, como yo, esperando pacientemente que la fila avance, y cuando alzo la voz, aquellos por los cuales protesto me miran como diciendo: “¡Este está loco!” Cuando me parece que he conseguido algo a precio de ganga viene alguien y me muestra el mismo artículo que lo compró por un cuarto de precio de lo que yo había pagado. Ya estoy cansado de andar toda la vida con el paso cambiado. ¿Que no habrá otro planeta habitado donde la gente sea un poco más como yo? Recordó a Hemingway y prefirió las corbatas al escopetazo.
Cuando lo encontraron, vieron un papel con un corto mensaje pegado a su ropa. Decía: “No se asusten ni se preocupen. Me voy en busca de un mundo mejor. Quizás no sea la manera más convencional de llegar a él, pero ¿y si me va bien? Y tú, Isabelina, no te sientas mal por lo de las corbatas. Como verás, cumplieron a la perfección tu deseo uniéndose en una sola alrededor de mi cuello. Que todos ustedes, algún día, descansen en paz que yo voy en busca de lo mismo”.
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