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Familia, hombre y mujer

¿Sigue siendo necesaria la familia? (I)

Las teorías que pronostican el final de la civilización fundada en la familia heterosexual y en el simbolismo del padre, se basan de hecho en corrientes posmodernas de carácter narcisista que tratan de justificar ciertos comportamientos individualistas propios del mundo de hoy. Sin embargo, no creo que la solución ambivalente que algunos proponen sea el ideal al que deban aspirar los padres del tercer milenio.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 03 DE NOVIEMBRE DE 2007 23:00 h

La androginia o el hecho de que cada individuo adopte una conducta masculina o femenina, según las circunstancias, no me parece el modelo de comportamiento paterno o materno adecuado para formar equilibradamente a los hijos. Éstos han de poder distinguir con claridad entre la función del padre y la de la madre.

La psicología enseña que las relaciones primarias entre la madre y el hijo requieren de la presencia exterior del padre para que éstas no se conviertan en algo cerrado y patológico. Negar la importancia del padre en estos primeros momentos es despreciar la realidad. Al eliminar la figura paterna se generan problemas en el pequeño porque ya no es capaz de relacionarse con nadie que no sea su propia madre. El pensamiento y el lenguaje, que son los principales medios de la comunicación, no se desarrollan bien pues el bebé sigue limitado a una relación que no implica otras relaciones. En un ambiente psicótico así, el niño no tiene posibilidad de emanciparse correctamente porque le falta la representación del padre.

Como escribe el psicólogo cristiano, Tony Anatrella: El “odio al padre” (y a los hombres), tan presente en las feministas (digan éstas lo que digan), ha podido hacer creer que bastaba con librarse de ellos.

Algunas, fascinadas por los mitos de la androginia, han llegado a imaginar que todo individuo podía reconciliar en sí ambos sexos, que era hombre y mujer a la vez y que, consiguientemente, la del padre y la de la madre eran figuras intercambiables... En este sentido, no ven ningún inconveniente en que una mujer homosexual se someta a la inseminación artificial y “haga” un hijo, o que una pareja de hombres homosexuales tengan acceso a la adopción. ¿Qué será de esos niños fabricados sin sexualidad, preconcebidos en la absoluta negación del otro sexo?

No es posible sustraerse al temor de que vayan a padecer serios problemas de identidad” (Anatrella, Contra la sociedad depresiva, Sal Terrae, 1994: 294). Traer hijos al mundo es algo que forma parte de la relación amorosa entre el hombre y la mujer, pero hacerlo para satisfacer un deseo homosexual narcisista constituye una regresión del ser humano que repercute negativamente sobre los pequeños, ya que les impone una paternidad o maternidad mutilada y enfermiza. Un hogar fundado sobre el egoísmo individualista sólo puede generar individuos asociales.

A pesar de la liberación femenina y del esfuerzo que se ha hecho por reducir las diferencias entre los sexos, hay que reconocer que las identidades de género no desaparecen del mundo actual, sino que más bien parecen recomponerse. La revolución sexual que tuvo lugar durante el siglo XX contribuyó a proporcionar mayor libertad a la mujer y a igualar así las notables diferencias que existían con relación a los hombres.

Es cierto que la discriminación femenina que todavía se da en muchas áreas de la sociedad es algo negativo que debe solucionarse cuanto antes, pero esto no significa que deban desaparecer los roles de hombre y mujer o que puedan intercambiarse alegremente. Las diferencias sexuales, psíquicas o emocionales subsisten y tienen que ser reconocidas y respetadas tanto en el hogar como en todos los estamentos de la sociedad. Veamos algunas de tales diferencias.

Hoy como ayer, las mujeres continúan poseyendo el papel principal en el juego amoroso. Por mucha igualdad que se pretenda, lo cierto es que hombres y mujeres sienten de diferente modo los asuntos del amor. Ellas son por naturaleza más sensibles a las palabras y las demostraciones de cariño, no se recatan a la hora de expresar públicamente sus necesidades de afecto o su frustración por carecer de él.

Es obvio que, a pesar de la actual cultura igualitaria, las exigencias de amor no son iguales en ambos sexos. Desde el punto de vista humano, la mujer es semejante al hombre pero desde la perspectiva psicológica existen profundas diferencias. Y desde luego, esta “disimetría hombre-mujer con respecto al amor tiene mayores probabilidades de perdurar que de desmoronarse” (Lipovetsky, La tercera mujer, Anagrama, 2000: 44).

Otro tanto ocurre con la belleza física, ésta no es juzgada de la misma manera por parte de las mujeres que por los hombres. A ellos, lo primero que les seduce de la mujer es su aspecto físico. Lo externo que puede verse a simple vista es lo primero que cautiva su corazón. De ahí que las mujeres le concedan tanta atención a su propio atractivo exterior. Sin embargo, desde la perspectiva femenina, lo prioritario en un hombre no es precisamente su belleza externa. Puede ser quizás la inteligencia, la bondad, el sentido del humor, el poder, el prestigio o estatus social e incluso el dinero que se posee, aquello que seduzca antes el corazón femenino por encima de los encantos que pueda tener el cuerpo masculino. Aunque, desde luego, unirse a un hombre sólo por los bienes materiales que tiene, nunca ha sido una buena base para fundamentar la relación amorosa. Tampoco parece que en aras de la igualdad sexual, estas diferencias de roles estéticos vayan a desaparecer en el futuro. Son desigualdades entre los sexos que en vez de crear conflicto, contribuyen al buen entendimiento y la mejora en la relación conyugal.

En cuanto a las tareas domésticas, a pesar de que muchas mujeres trabajan también fuera de casa como el hombre, lo cierto es que siguen siendo ellas, en general, quienes asumen casi toda la responsabilidad en el hogar así como la educación de los hijos.

La mujer se identifica más que el varón con la organización del hogar. Cuando los niños enferman, son prioritariamente las mamás quienes se ausentan del trabajo para cuidarlos. A la hora de lavar, vestir y dar de comer a los pequeños, las mujeres son dos veces más numerosas que los padres.

Es verdad que los papás colaboran cada vez más, pero ello no implica que los roles sexuales se vayan a intercambiar por completo o que algún día la humanidad se volverá completamente “unisex”, como desean ciertos grupos.

Probablemente las madres continuarán accediendo al mundo del trabajo fuera del hogar y los padres se involucrarán cada vez más en los cuidados dispensados a sus hijos, pero ello no provocará una conmutación de los papeles sino sólo una suavización de la antigua división de los roles sexuales. No creo que la uniformización sexual llegue a ocurrir porque hombres y mujeres sienten de forma diferente muchos aspectos de su existencia.
 

 


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