Cada noche, cada mañana desde que empecé el viaje, tardo unos minutos en situarme. No es extraño que me levante asustado, en una habitación extraña, y que sólo pueda apaciguar los ánimos al ver mi mochila verde llena de aventuras junto a la cama. Entonces suelo sentarme en el suelo, la abro, y aspiro su aroma, como con un libro recién comprado, o un pomelo recién partido, o un paquete de café (el de esa mañana sube desde la cafetería justo en la planta inferior, y huele especialmente bien, y me ayuda a orientarme en el momento del día), un café de toques caramelizados.
Las pisadas han ido subiendo en volumen, desde las escaleras (pues en este motel no hay ascensor), hasta mi puerta. Algo chirría en el suelo, quizá las suelas de goma de unas botas. La puerta tiembla levemente con cada golpe de nudillos de quien se encuentra al otro lado. Oigo quejarse a los goznes. Me acerco con sigilo, sintiendo el crujido de la madera y de mis articulaciones (no sabría decir cuál es cuál) y miro por el tosco agujero practicado en el nogal, a metro y medio del suelo, lo que me obliga a agacharme y desplegar una nueva y poderosa gama de crujidos en mi espalda, añadidos a los anteriores, tras parpadear varias veces con el fin de dispersar la nube de mi ojo y empezar a distinguir las formas.
Al principio, no veo más que un bulto negro en forma de V que se aleja y me descubre al mismo tipo raro, voluminoso y poco discreto que me seguía anoche en el autobús, y también hace unos días, aunque no le di demasiada importancia entonces; ahora ya me preocupa un poco.
Vuelve a llamar, y cada golpe suyo me invita a abandonar la habitación. Tiene un aspecto realmente amenazador y parece fuerte y bien alimentado. Recojo pronto la mochila, sin tiempo para olerla, y meto mis escasas pero importantes pertenencias dentro. Abro la ventana, y lo último que veo del cuarto es el pomo agitándose cada vez con mayor insistencia. Siempre he tenido tendencia a la acción, a pesar de lo que se colige de las últimas experiencias que he registrado en mi cuaderno, y uno de mis personajes favoritos es Indiana Jones. Así que, la vista desde la ventana de los toldos que pueden amortiguar mi caída, me motiva a deslizarme a la aventura. Justo cuando el hombre grande abre la puerta, me lanzo y aprendo dos cosas nuevas sobre los toldos: 1) no están lo suficientemente tensos como para aguantar mis sesenta y cinco kilos, y 2) poca gente se toma la molestia de limpiarlos en profundidad. No obstante, los del motel cumplen a la perfección con la función de posarme con relativa delicadeza en el suelo empedrado. El toldo por el que me he deslizado, se ha descolgado un poco, y se ha abierto una pequeña grieta en la fachada pintada con un tímido tono pastel. El empleado sale corriendo de la consigna, y tengo el tiempo justo para depositar en su mano unos pesos y guiñarle el ojo. Me levanta el brazo a modo de despedida, agitándolo al viento y al amanecer. Primero troto un poco, y veo en la ventana de mi habitación la silueta de mi perseguidor, dirigiéndose a la puerta.
Corro todo lo que me permiten mis piernas temblorosas, dejando atrás paredes de vivos colores, y árboles altos que se bañan con la luz del sol temprano. Entro en el mercado. No puede existir una escena de persecución sin entrar en un mercado atestado de personas. Consigo esconderme bajo unos cajones. Algunos clavos me mantienen tenso y alerta. Me escondo tras las gotas de sudor y sed de la carrera.
Junto los dedos y dejo mi voz apagada en la garganta, como en un canto de desesperación. Sollozo, consciente en un momento de que estoy en peligro, y con la certeza de que no tengo certeza de qué me convierte en blanco de esta persecución. Me encomiendo a la providencia que espero recibir de lo Alto.
Esta voz, junto con la desesperación y el respirar tenso y precipitado, que se derrama como gotas diminutas de cristal, puede ser la voz de otros muchos en este mismo momento. Y seguro que muchos están en peor situación, aunque esta sea ya bastante complicada.
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