Antes de entrar en sustancia en el tema elegido, es necesario hacer algunas precisiones para los lectores de este artículo que no tienen referencias históricas sobre el desarrollo de la educación en México.
Después del sangriento conflicto armado de la Revolución Mexicana iniciada en 1910, la nación entró en un largo proceso de redefiniciones de todo tipo. Entre ellas estuvo el rumbo y los contenidos de la educación escolar. A principios de la tercera década del siglo XX la Secretaría de Educación Pública fue dirigida por un gran intelectual,
José Vasconcelos. Él desató la imaginación y ambiciosos planes para alfabetizar a las masas iletradas. Concibió los esfuerzos educativos como aventuras misionales, impulsó un programa editorial que imprimió millones de libros de los clásicos de la literatura universal y los distribuyó por todos los rincones del país. Para Vasconcelos, a tanta ignominiosa miseria y marginación de la gran mayoría de la población mexicana, era necesario anteponerle esfuerzos educadores intensivos y generosos. Su plan fue la redención social, y para lograrla pensó que la educación era herramienta primaria.
Otro momento en la pedagogía mexicana, orientado en el mismo sentido que la dirección marcada por Vasconcelos, aunque no necesariamente para lograr los mismos objetivos, fue el representado por la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940). Entonces los esfuerzos educadores se englobaron dentro de la llamada escuela socialista. Pero el “socialismo cardenista” poco tuvo que ver con el bolchevismo de la URSS. El de Cárdenas era más bien un socialismo de tintes reivindicadores de un nacionalismo que buscaba insertarse en las sociedades contemporáneas, pretendía que la nación mexicana tuviese dominio de sus riquezas y éstas se distribuyesen de forma mas justa, que hubiese mayor bienestar para los condenados de la Tierra. Fue así que se enviaron profesores, maestros como les llamamos en México, a las comunidades rurales. En ellas el maestro, o la maestra, eran vistos casi reverencialmente porque desarrollaban su práctica docente en condiciones sumamente adversas, pero con encomiable sentido del deber educativo.
En el cardenismo llegaron a México refugiados de prácticamente toda América Latina. Lázaro Cárdenas dio asilo a León Trotski, cuyo deambular por todo el mundo en busca de protección, sin obtenerla, quedó bien descrito por su secretario en el libro
De Prinkipo a Coyoacán. Éste último es un barrio de la ciudad de México, donde habitaban personajes como los pintores de izquierda Frida Kahlo y Diego Rivera. Cárdenas abrió el país para que se afincaran en él miles de refugiados españoles republicanos, amenazados por el franquismo.
Todo esto para poner en contexto la frase que aparece al principio de mi escrito, que es el comienzo de una reflexión dada por el escritor Eraclio Zepeda en un día del maestro (en México es el 15 de mayo) de 1993, en la Universidad Pedagógica Nacional, en la ciudad de México. Es cierto que se necesitan recursos e infraestructura óptima para el desarrollo de la tarea educativa. Las carencias en materiales pedagógicos, nulos o malos servicios bibliotecarios, condiciones económicas magras de los educandos, y otros lastres que complotan contra maestros y alumnos tienen que ser vencidas, con el fin de crear mejores condiciones de enseñanza/aprendizaje. Pero con todo,
un maestro, una maestra, con sentido de la misión clave que puede tener entre sus estudiantes, se convierte en un refugio que protege a quienes imparte clases de las inclemencias que les rodean.
Es poética la imagen de la escuela, pero sobre todo del maestro, como un árbol cuya sombra generosa refresca a quienes se cubren en ella. Yo he tenido la bendición de guarecerme bajo la sombra refrescante de maestros entrañables, que tuvieron la enorme disposición de encaminar a un estudiante preguntón. Soy hijo de una humilde familia obrera, honrada y trabajadora. Mi padre apenas pudo completar sus estudios primarios, donde aprendió su oficio de impresor. Porque al igual que como lo cuenta Eraclio Zepeda en su reflexión aludida, en las escuelas de antaño en las mañanas se impartía gramática, matemáticas, historia, civismo y otras materias de distintas disciplinas del conocimiento; y por las tardes se les enseñaba un oficio a los estudiantes. Mi madre truncó sus estudios primarios, se quedó a la mitad, porque ella y sus numerosos hermanos perdieron a su papá, murió de un fulminante ataque cardiaco.
Los dos, mi padre y mi madre, percibieron con claridad que un mejor futuro para mí podría abrirse si alcanzaba mayores logros escolares que los de ellos. Por eso se esforzaron tanto en proveerme de los apoyos necesarios para estudiar.
Fue así que me inscribieron en una afamada escuela pública, el Centro Escolar Revolución. Casi todos mis maestros eran docentes veteranos, a punto de jubilarse. Los altos y viejos salones de clase daban un sentido de sacralidad a esos espacios.
Mis profesores se expresaban con un lenguaje muy distinto al que yo escuchaba en mi vecindario. Me ensañaron a leer, nos hacían practicar la lectura en voz alta, a escribir con corrección gramatical y a expresar nuestras ideas de manera lógica. Su escasa paga les obligaba a llevar vestimentas desgastadas, que habían sido elegantes varios años atrás. Fueron árboles que me abrazaron, a los que yo veía con veneración.
Pululan docentes que son flor de un día. Otros enseñan a regañadientes, carecen de vocación. Pocos son frondosos árboles, de ramas llenas de vida que albergan a todo aquel que se quiere posar en ellas, o bajo ellas se tienden a descansar de las heridas que va dejando la vida. En horizontes tan desérticos, como los que avanzan frenéticamente por doquier, urgen árboles que inyecten vida a todo lo que les rodea, como el descrito en el
Salmo 1.
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