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Iglesia, «quo vadis?»

Es un motivo de gozo saber que el testimonio del pueblo cristiano está llevando a muchas personas al conocimiento de Cristo. Miles se convierten y las iglesias locales se multiplican, especialmente en Hispanoamérica, en Asia y en algunos países de África. También en el llamado mundo occidental hay lugares en los que el Evangelio fructifica esperanzadoramente. Sin embargo, el cuadro global también genera inquietud.
BIBLIA Y FE AUTOR José María Martínez 13 DE OCTUBRE DE 2007 22:00 h

Muchos creyentes piadosos viven hoy preocupados por la situación de la Iglesia y por sus perspectivas de futuro. Saben que el porvenir está garantizado por Aquel que dijo: «...Yo edificaré mi Iglesia y las fuerzas de la muerte no prevalecerán contra ella» (Mt. 16:18). Son conscientes de que cuando Dios comienza una buena obra, la continúa y perfecciona para al día de Jesucristo (Fil. 1:6). Y no dudan de que el Espíritu Santo puede avivarla poderosamente como lo ha hecho en diferentes momentos del pasado. Están, además, convencidos de que todavía hay miles de creyentes ejemplares en las diferentes confesiones cristianas.

Pero les inquieta el panorama que numerosas iglesias cristianas presentan a nuestros ojos en no pocos países. Lo que se ve no son iglesias espiritualmente robustas, santas, fieles al Evangelio, auténtica «luz del mundo». En vez de influir sanamente en el mundo, se mundanalizan. Dan la impresión de que hacen una interpretación aviesa de Jer. 15:19 y entienden el mensaje divino como si dijera: «Conviértete tú a ellos y ellos no se conviertan a ti», exactamente todo lo contrario de lo que el texto dice. Con demasiada frecuencia hallamos creyentes que parecen abogar por una «conversión» de los cristianos a las creencias, opiniones y prácticas del neopaganismo que impera en la sociedad actual. «Debemos -se dice- cortar el ancla que nos ha atado a un pasado insostenible y, rompiendo con un conservadurismo rancio, adaptarnos a un presente nuevo. Necesitamos "modernizarnos"».

Esa pérdida del ancla asida de la Palabra de Dios (vieja pero siempre nueva, siempre actual y válida) deja a muchas naves eclesiales a la deriva. En su doctrina, su culto, sus criterios éticos, su organización y sus costumbres, es llevada por las corrientes culturales del momento. Algunos de sus miembros más reflexivos se marean con los vaivenes que tales corrientes producen. Y en más de un caso su fe se tambalea. Aunque esto en ningún caso se justifica, sí se explica, pues la situación en no pocas iglesias apenas puede ser más generadora de dudas y desánimo. Quizás alguien dirá que la Iglesia de todos los tiempos ha sufrido duros embates: persecuciones, herejías, inmoralidad, tibieza... Cierto; pero en nuestros días los embates del posmodernismo, de la crítica bíblica, de la ética permisiva y de la intolerancia respecto a la fe cristiana tienen una intensidad antes desconocida. ¿Será ello signo de proximidad de la «gran apostasía» a la que alude Pablo en 2 Ts. 2:3-17? Tal vez la situación justifica la pregunta del Señor Jesucristo: «Cuando el Hijo del hombre venga ¿hallará fe en la tierra?» (Lc. 18:8).

Lo que a continuación voy a exponer no es la visión crítica, amargada, de un pesimista. Es una serie de facetas de la obra evangélica en muchos países. Quiero recalcar que su exposición no implica una generalización. Gracias a Dios hay todavía, como he señalado al principio, muchos creyentes y no pocas iglesias fieles a la Palabra, de testimonio ejemplar. Pero esto no debe encubrir hechos y tendencias que de modo creciente empiezan a manifestarse en el pueblo evangélico. Algunos de esos hechos se presentan a ojos del observador avisado como luces rojas preventivas de peligro.

Una de ellas es la indiferencia que existe en muchos lugares hacia la doctrina. En los días de la Reforma los grandes temas teológicos se comentaban apasionadamente por todas partes, incluso en la calle o en los mercados. Hoy no sólo la teología, sino todo lo concerniente a religión se evita en los contactos sociales. Se considera que la fe debe mantenerse en la privacidad más íntima. Lo más triste es que ese desdén hacia lo doctrinal se manifiesta en el círculo de las iglesias, a veces en el de sus propios líderes. «El amor une; la teología divide» hemos oído decir más de una vez. Se pasa por alto que en la Escritura el amor incluye el respeto a la verdad revelada, y que, al igual que en días apostólicos y posteriores, la «sana doctrina» debe ser defendida vigorosamente. ¿Qué sino defensa doctrinal del Evangelio son las cartas a los Gálatas, a los Colosenses y la de Judas? El descuido de esta faceta de la fe ¿no será causa del debilitamiento espiritual de más de un creyente? Pero una cosa, antes de defenderla, hay que conocerla. De ahí la necesidad de que las iglesias evangélicas recuperen plenamente la didáctica doctrinal. Si esto se consiguiera, probablemente se verían menos creyentes desorientados yendo de acá para allá como «niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina» (Ef. 4:14).

Se observa asimismo en muchas iglesias una tendencia a desplazar el centro del culto. Tradicionalmente las iglesias protestantes, aun las más litúrgicas, han tenido como centro del servicio religioso la exposición de la Palabra de Dios. Hoy más y más se tiende a promover lo emocional. En la «alabanza», elemento vital, irrenunciable en el culto, parece darse más importancia al ritmo de lo que se canta que a la conveniencia de que evoque textos inspiradores de la Palabra. Y la Palabra misma está siendo subestimada. Así, consciente o inconscientemente, se resta importancia a la predicación, relegándola a un segundo lugar, con lo que la iglesia queda expuesta a una depauperación espiritual peligrosa. Siempre será mucho más importante lo que Dios nos diga por su Palabra a través de la exposición bíblica que lo que nosotros podamos decirle a él con nuestros cánticos y oraciones.

También la predicación misma parece estar sufriendo en algunas iglesias una grave atonía. Muchos mensajes son o superficiales o dulzones, en ambos casos carentes de efectividad. El predicador parece desprovisto del nervio del profeta. Da la impresión de que busca más agradar a la congregación que proclamar el mensaje que ésta necesita. A veces incluso el menosprecio con que la sociedad suele hoy reaccionar ante ciertos temas condiciona la predicación. Algunos predicadores, tal vez sin percatarse de ello, raramente presentan temas de la Biblia tan capitales como la santidad, la soberanía y el juicio de Dios, el pecado, la expiación, la necesidad del arrepentimiento (de creyentes y de no creyentes), la santidad «sin la cual nadie verá al Señor» o la esperanza del retorno de Cristo, con las implicaciones prácticas de todos ellos.

Mundanalización de la iglesia. En parte por la superficialidad de la fe, en parte por la influencia malsana del exterior, muchos miembros adoptan criterios y formas de comportamiento que ponen en tela de juicio su sensibilidad cristiana. Por supuesto, no debemos caer en el legalismo casuístico. La iglesia no puede, por ejemplo, detallar el modo como los creyentes han de ir vestidos o qué diversiones se pueden permitir. Pero ha de insistir en que somos «linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las virtudes de aquel que nos llamó de las tinieblas a su luz admirable» (1 P. 2:9). Estaremos dando un testimonio muy pobre si aquellos que nos rodean no ven ninguna diferencia entre nosotros, creyentes, y quienes no lo son.

Análisis especial merece la tendencia en algunos lugares a hacer «agradable» y acogedora la vida eclesial. A tal efecto, se organizan actividades que en sí no son censurables, pero que fácilmente pueden convertirse en sucedáneos de la comunión cristiana. Más de una vez hemos oído decir de alguna iglesia: «Se ha convertido en un club». Los miembros acuden los domingos al culto como lo harían si fuesen al centro de un club de tenis o de excursionismo. No menos triste es ver cómo en algunas iglesias, concluido el culto, la mayoría de miembros forman entre sí grupos de tertulia conversado sobre temas banales, con escaso o nulo interés por las personas nuevas, de las que muchas veces nadie se preocupa. El celo evangelístico, tan característico de los evangélicos en otro tiempo, parece hoy una llama macilenta próxima a su extinción. ¿No estaremos viviendo un Evangelio de la «gracia barata» a la que lúcidamente se refirió Dietrich Bonhoeffer? ¿No nos estaremos apoltronando en un cristianismo sin compromiso, sin seguimiento de Cristo, sin cruz?

Ante la perspectiva que se extiende frente a nosotros, quizá habremos de repensar la eclesiología de Lutero en términos de «Iglesia visible» e «Iglesia invisible» para hallar consuelo y estímulo en el hecho de que «conoce el Señor a los que son suyos» (2 Ti. 2:19). La Iglesia visible (léase entidades religiosas semejantes a sociedades civiles) puede contar entre sus miembros personas poco espirituales, no nacidas de nuevo incluso, y constituir un conjunto más influenciado por el mundo que por el Espíritu y la Palabra de Dios. Pero Dios siempre tendrá su «remanente fiel», hijos y siervos suyos fervorosos, reverentes, sumisos a sus preceptos, abnegadamente dedicados a promover la edificación de su Iglesia y la extensión del Evangelio. Sea cual sea la condición de la Iglesia visible, el remanente fiel se irá renovando hasta que el Señor vuelva.

Entretanto, es deber de todos los cristianos genuinos orar para que Dios envíe a su pueblo espíritu de autoexamen a la luz de Aquel que dijo: «Yo conozco tus obras...» (Ap. 2:2, Ap. 2:9, Ap. 2:13, Ap. 2:19, Ap. 3:1, Ap. 3:8, Ap. 3:15). Con esa luz quizá descubriremos que también nosotros hemos dejado nuestro «primer amor» (iglesia de éfeso), que hemos permanecido insensibles ante la infiltración de doctrinas erróneas (iglesia de Pérgamo), que hemos cedido ante el empuje de una ética permisiva (iglesia de Tiatira), que sólo tenemos apariencia de que vivimos en Cristo cuando en realidad estamos muertos (iglesia de Sardis) o que nos hemos enorgullecido creyéndonos ricos, autosuficientes, cuando a ojos de Cristo somos unos «desventurados, miserables, pobres, ciegos y desnudos», destinados a ser «vomitados» de la boca del Señor a causa de nuestra tibieza (iglesia de Laodicea). Si este es nuestro caso, el Señor mismo nos muestra el camino a seguir: «Arrepiéntete» (Ap. 2:5, Ap. 2:16, Ap. 3:3, Ap. 3:19). El arrepentimiento conducirá a una consagración plena a Cristo y su causa. Y la iglesia responderá positiva y fervorosamente al mandato divino: «Levántate, resplandece, porque ha venido tu luz y la gloria del Señor ha amanecido sobre ti.» (Is. 60:1). Entonces no sentirá necesidad de tomar prestado del entorno mundano ideas, criterios y prácticas que acaban empobreciendo la fe y anulando el testimonio.

¿Adónde vas, Iglesia? - Humanamente, de nosotros depende la respuesta.
 

 


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