La playa de arena blanca y fina se extiende kilómetros y kilómetros, hasta que la vista se cansa de tanta inmensidad, de tantas dunas artificiales, de tanto desierto figurado junto a las líneas de palmeras que delimitan la zona de los bañistas y la distingue de aquella que te conduce a la sierra, a las verdes montañas tras las palmeras. Montañas que atraviesan nubes compactas.
Es sobrecogedora la variedad del paisaje del este de México. Uno logra echar en falta el ver la planicie árida del norte del país, el rumor incierto del viento junto a la frontera... aquella canción de la naturaleza sobre el vacío, que va a una velocidad que transforma por los siglos de los siglos.
- Es enorme tu tierra, Manuel – le digo, espaciando mis palabras para que pueda entender mi inglés, cuando llega a mi altura y me da una botella de Coronita, para tener sus manos libres, con las que intenta que las piedras planas que arroja hacia el agua brava, salten y se alejen de nosotros. Y lo hace con una destreza increíble.
- Bueno, en realidad no soy de Méjico.
- ¿En serio? ¿De dónde vienes?
- De Sancti Spiritus. Un pueblecito que está en Golfo de Ana María, en el corazón de Cuba. Hacia allí – lanza otra piedra, esta vez en la dirección de su amada isla –. Tú no notas mi acento, pero es distinto al mejicano.
Lo cierto es que sí había notado que era diferente, a pesar de la economía de sus expresiones y mi desconocimiento del español, pero no dije nada. Sancti Spiritus. Paladeo el salitre, observo las olas. Las olas son montañas altas y feroces que no pueden ser coronadas, pues van más veloces que este mundo que quiere abrirse camino a empujones.
De pronto, a medida que Manuel me va contando cosas de su país, me apetece mucho conocer ese lugar que tantos quebraderos de cabeza da a los norteamericanos, y cuyos habitantes combaten la pobreza y las obsesiones absurdas de aquéllos con su buen humor, con su invención, con su imaginación y ganas de abrazar la vida. De pronto me apetece dar un nuevo giro a esta historia, salirme un poco del camino que tracé en un primer momento, y aprender, ver nuevas cosas, ver un nuevo sol, una nueva luz, y un nuevo trozo del Atlántico, que sin embargo es el mismo, frío y vasto, esmeralda, profundo, regulador del pulso del planeta.
De pronto me veo en Cuba; fabrico las calles a partir de las descripciones de mi guía, y me imagino caminando por ellas. Creo que debo pasar por esta experiencia. Merece la pena airear las ventanas, envolverse en aventuras, mirar un poco más allá... ¿no estoy aquí para eso? ¿No he recorrido todos estos kilómetros, y los que aún ni puedo intuir que me quedan, para dejar de confiar tanto en mí mismo, y saber de una vez por todas lo que significa andar por fe, en la fe?
Le confío mis inquietudes a Manuel. Le gusta saber que ha provocado esos pensamientos en mi persona, pero no podrá acompañarme, muy a su pesar. Aunque sí que me ha prometido un regalo. Me extiende una concha marina al instante. Dice que si me la acerco al oído, podré oír la respiración de las olas, que me acompañará cuando eche de menos la playa. Conocía la idea, pues todos hemos jugado a esto, pero la esperanza que veo en sus ojos le confiere al momento un brillo especial. Me guardo este instante en la mochila.
Sin embargo, decidirme por dar esta vuelta por Cuba me supone un rodeo a su vez. Tendré que atravesar una parte importante del país, e ir hacia la Península del Yucatán, a Puerto Morelos, para tomar el ferry que me habrá de llevar hasta esta buena tierra que flota tranquilamente, como cáscara de nuez, sobre este lado del Atlántico. Suspiro. Aventura.
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