En una noche de insomnio, el atormentado pastor se dejó llevar por una idea maquiavélica: “¡Ya está!... ¡Suprimo el último banco!”. Y así lo hizo. Ni corto ni perezoso se dirigió hacia la iglesia y despeñó por un barranco el último banco.
El siguiente domingo se levantó satisfecho. Pensaba: “Si vienen hoy los creyentes del último banco, como llegan tarde no encontrarán dónde sentarse”. Pero qué sorpresa se llevó, casualmente los que faltaron fueron los del primero y no faltó sitio para los del último, que allí estaban de nuevo para molestar.
Y así se vinieron repitiendo aquellas noches de negrura paranoica.
Se fue liquidando por la cola banco a banco mientras los creyentes del último todavía no se daban por aludidos... pero sí los del primero, que suponían que el cancelado era el de ellos. Fue tal el celo purificador del pastor que acabó dejando la iglesia con un sólo banco, y para colmo ocupado por aquellos indómitos creyentes.
A la izquierda del púlpito reposaba una silla castellana -siempre desocupada y protegida con cuerdas, para que nadie se sentase salvo el Señor- que presidía desde allí de modo invisible las reuniones, según la suposición de pequeños y grandes. La reconvención del pastor consistía en advertir de los serios perjuicios terrenos y extraterrenos que acarrearía quien se sentase en aquel solitario trono. La cosa se complicó cuando alguien dijo que un niño se había sentado en el trono castellano.
De todos ellos había uno que leía la Biblia de vez en cuando. Por eso era respetado por los demás. Su nombre era Adelardo. Siempre se le veía discutir con el pastor acerca de asunto tan trascendente como era si debían instalarse tres tronos vacíos en lugar de uno, aduciendo no sé qué texto bíblico. Un día el pastor le gritó en medio de una discusión, hecho que ofendió gravemente a Gerardo, un amigote de Adelardo. Desde aquel día el pastor debía retirar dos sillas de tijera que aparecían sorpresivamente a cada lado de trono castellano.
Fiel a lo prometido y aduciendo las numerosísimas faltas sabidas e ignoradas, el pastor expulsó a la membresía del último banco a la calle. No pudo reprimir un insulto impropio de su noble distinción cristiana: “¡Sois un atajo de amigotes de taberna!”
Como quiera que por aquel tiempo escaseaban verdaderos y falsos creyentes, el templo permanecía cerrado y pronto adquirió una apariencia ruinosa. Alrededor de él crecían hierbas que nadie cortaba.
El roce de años conviviendo en el templo propició que los desterrados creyentes siguieran viéndose en el bar del Elías, a veces en el puerto, a veces en la bolera, y también en casa de Demetrio. En una de las esporádicas crisis que padecía cada vez que se le ocurría coger la Biblia, Adelardo recordaba el modo en que fueron expulsados del lugar sagrado. Le pesaba que él y sus amigotes no dieran la talla. Por eso, un día que celebraban el cumpleaños de Inés en casa de Demetrio, hizo callar a todos, les mandó que se sentasen (Adelardo continuaba siendo el alma del grupo) y les dirigió unas palabras. El pesar silencioso era común a todos. Hasta entonces habían visto a Adelardo confuso, pero en esta ocasión, puesto en pie, parecía que iba a dar en el blanco.
“Colegas, no somos malos creyentes, no somos buenos creyentes, ¡Qué más da cómo somos! Lo que cuenta es que somos los creyentes, no hay otros. Los que nos precedieron nada tienen que decir, y los que hayan de venir ¿quién sabe si vendrán? Somos los creyentes de un tiempo, los de nuestro tiempo. Si nos comparamos al vacío salimos ganando. Es mejor una iglesia llena de vida aunque yerre mucho, que un local lleno de telarañas”
Cuando ya no sabía cómo continuar, Gerardo intervino creyendo haber entendido por dónde iba. Gerardo era amigo de la acción. Todo lo interpretaba en términos de movimiento. Resultado:
forzó la puerta a patadas del templo abandonado y tumbó un letrero que anunciaba “próxima construcción de viviendas de protección oficial”.
Una capa de pintura parece que sería suficiente, barniz en el banco, y cambiar el suelo podría quedar para más adelante. Tan ilusionados estaban que parecía que volvían a recobrar la confianza en sí mismos
El mensaje de Adelardo en la inauguración del templo fue magistral: “Son discípulos de Jesús aquellos que se aman… aunque yerren”
Sabedores de sus debilidades procuraron no poner excesivas normas. Cuando se creyeron en el deber de poner un nuevo letrero en la puerta, se dieron cuenta de que ya no se podía llamar “Iglesia de los santos de los últimos días”, y finalmente decidieron llamarla “IGLESIA DE LOS SANTOS OKUPAS DEL ÚLTIMO BANKO”.
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