Tendremos ocasión de abundar en ello en el siguiente artículo, de momento
pasaremos revista a los principales fósiles pertenecientes al género Homo y a las notables similitudes que presentan con el ser humano moderno.
Juan Luis Arsuaga e Ignacio Martínez, dos paleontólogos españoles que trabajan en el proyecto Atapuerca, proponen en su libro,
La especie elegida, un nuevo esquema evolutivo para el género
Homo, a partir del momento en que, según su opinión, se produjo el poblamiento de Eurasia (Arsuaga y Martínez, 1998). Evidentemente, en dicho esquema incluyen la nueva especie por ellos descubierta en la cueva de la Gran Dolina (Burgos), que denominan
Homo antecessor por creer que fue el antepasado común de nuestra especie y de los neandertales.
Lo primero que se observa en este nuevo árbol evolutivo es que ni Homo erectus, ni el hombre de Neandertal, ni el de Heidelberg, están en el linaje que conduciría a Homo sapiens, sino que se extinguieron sin dejar descendientes. Esto demuestra cómo han evolucionado los propios árboles genealógicos y cómo cada nuevo cráneo que se descubre supone también una revisión de lo que se creía anteriormente. El esquema propuesto por Johanson y White, y que se aceptó durante los años de 1979 a 1986, suponía que
Homo erectus fue el antecesor directo de
Homo sapiens. Sin embargo, hoy se cree que ambas especies fueron contemporáneas y, por tanto, una no pudo surgir de la otra.
El hombre de Neanderthal fue considerado durante mucho tiempo como antepasado del ser humano actual. Se le dibujaba encorvado, peludo y con un cráneo de forma simiesca, para darle apariencia de estar a medio camino entre los monos y las personas. Sin embargo, la paleoantropología actual ha reconocido que esto fue un error. No hay nada en los múltiples restos óseos de los neandertales que se poseen, que indique que se tratara de una especie inferior al hombre. Se ha reconocido que la apariencia encorvada era consecuencia del raquitismo que habían sufrido algunos ejemplares. Su esqueleto era más robusto que el nuestro y su capacidad craneal sobrepasaba también ligeramente la nuestra. Sabemos que enterraba a sus muertos mediante algún tipo de ceremonial religioso, que fabricaba instrumentos musicales y, probablemente, se relacionaron con el
Homo sapiens antiguo. Algunos paleontólogos creen que no era una especie distinta a la nuestra, sino sólo una subespecie o raza diferente, por eso prefieren llamarla,
Homo sapiens neanderthalensis. En resumen, los neandertales fueron una raza humana más fuerte y vigorosa que nosotros, que simplemente desapareció de la tierra, como siguen desapareciendo hoy otras etnias.
Lo mismo puede decirse de Homo heidelbergensis, H. rhodesiensis, H. antecessor y H. ergaster. Las diferencias entre ellos y el
Homo sapiens arcaico son realmente insignificantes y el hecho de que se clasifiquen como especies distintas, depende más de criterios conceptuales y sistemáticos entre paleontólogos evolucionistas, que de evidencias reales. Muchas de las divergencias anatómicas que se observan en los cráneos fósiles atribuidos a dos especies distintas, son similares a las que pueden existir hoy entre dos razas humanas diferentes, como pueden ser un europeo, un pigmeo o un aborigen australiano.
No obstante, el descubrimiento más espectacular y trascendente para la paleontología no ha venido de ella sino de la ciencia de la herencia, la genética. Fue el ocurrido a principios de este siglo XXI. En la prestigiosa revista Nature, en el número de marzo del 2002, el evolucionista molecular Alan Templeton, de la Universidad de Washington en Saint Louis (Missouri), hizo público un estudio acerca de las comparaciones de ADN en los seres humanos actuales (Templeton, 2002). Se trata de una especie de técnica detectivesca que pretende reconstruir la historia evolutiva de la humanidad, determinando el grado de parecido genético entre las poblaciones humanas actuales de todo el mundo. Sus conclusiones, centradas en métodos matemáticos e informáticos muy avanzados, están revolucionando completamente la antropología. Ya no se habla de huesos fósiles, sino de genes presentes en los humanos actuales que se consideran fósiles del pasado.
Si Templeton tiene razón, y parece que sí la tiene, todas las especies fósiles conocidas, tales como Homo erectus, Homo antecessor, Homo heidelbergiensis, Homo neanderthalensis y Homo sapiens, ¡son en realidad la misma y única especie humana! Esto supone un cambio fundamental de paradigma dentro de la antropología ya que confirma que todos estos pretendidos eslabones fósiles no fueron más que variedades raciales de la única especie de seres humanos. Los genes del hombre actual indican que en el pasado hubo importantes migraciones entre los continentes africano, asiático y europeo, pero tales traslados no produjeron el reemplazo de una variedad humana por otra, sino el entrecruzamiento o la mezcla genética. Lo cual contribuyó a consolidar los lazos genéticos entre las poblaciones humanas por todo el mundo.
En otras palabras, no hay evidencia sólida de que el hombre haya evolucionado a partir de ningún simio del pasado. Todos los fósiles pertenecientes al género Homo (a excepción de H. habilis) corresponderían en realidad a seres humanos, que nada tuvieron que ver con los monos fósiles de los géneros
Australopithecus o
Paranthropus.
En algunos casos, incluso fueron contemporáneos. Por tanto, en contra de lo que habitualmente se divulga, no existe ninguna evidencia fósil convincente de que se hubiera producido una transición evolutiva entre ambos grupos fundamentales.
El primitivo árbol de la evolución humana ha quedado convertido en dos arbustos independientes sin conexiones reales entre sí. Por un lado, el de las especies de simios fósiles y por el otro, el de las variedades o razas de auténticos seres humanos.
Estos hechos, que actualmente tienen confundidos a tantos paleoantropólogos evolucionistas, nos llevan a la conclusión lógica de que las personas siempre han sido personas y los monos, monos. El hombre desciende de Dios, no del simio, y esto es precisamente lo que afirma la Biblia. Venimos de Dios y vamos a Dios. Este es nuestro origen y destino final.
BIBLIOGRAFÍA:
TEMPLETON, A. 2002, Out of Africa again and again, Nature, 416: 6876, pp. 45-51.
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