Pero pronto me doy cuenta de que mis brazos presentan el mismo color amarillo. Y también que el cielo ha dejado de ser azul. Es un color raro, más parecido al verde esmeralda que a otra cosa. Y nada hay alrededor. Sólo el paisaje yermo, sin nubes u otro elemento. Como si viviera en un cuadro impresionista a medio acabar. Y es esa bruma invisible, que a la vez que la vista deforma el sentido del espacio más absoluto. Y es ese pequeño malestar el que encuentro, mire hacia donde mire.
¿De dónde procede esta luz? No puedo ver el sol, la fuente. Tengo frío, y entonces sé que me lo han quitado, y el mundo se agota a sí mismo. Dicen que, en los sueños, no puedes sentir más que dos cosas: o bienestar, o una profunda tristeza que te hace despertar llorando. Pues el mío tiene una textura extraña, blanda como una almohada, imprecisa como esa misma almohada inacabada.
El verde se intensifica. Y recuerdo el dolor.
En mi tobillo. Las punzadas. La quemazón amarga. Y el palpitar nervioso del torrente sanguíneo.
Recuerdo la mordedura.
Recuerdo el sol.
Recuerdo la fiebre.
Los cascos de los caballos.
¿Cómo se llamaban? Creo que el mío Leguas.
Despierto. En mi garganta noto aún el sabor de la humedad de esta zona de México. Esa humedad a la que le gusta adormecer las cuerdas vocales.
Sé que Manuel, mi guía, me aplicó en la pierna un mejunje que hizo con levadura y el barro del río. ¿Cuándo sucedió? No sabría decirlo.
Recuerdo que soy yo, y que estoy indefenso.
Recuerdo que soy indeleble como las pocas sensaciones que me quedan de este sueño, que trato de atrapar entre los dedos.
Unos momentos después, se disipan las nubes del despertar peregrino, y reconozco el lugar. Y también el sabor del antídoto para serpientes en mis labios. A unos diez metros de la hoguera ya vacía, Manuel permanece sentado, con una rama en sus manos, que parte con parsimonia. Desde donde estoy, le oigo respirar con fuerza y sollozar. Pero no me atrevo a preguntarle cómo se encuentra. No me hubiera dado tiempo, pues Manuel se da cuenta enseguida de que he despertado. Se seca los ojos con el puño de la camisa y me lanza un “¡¡buenos días!!” que hace dar un bote a los caballos. Se acerca, me examina la mordedura y sonríe. Me mira a los ojos para tranquilizarme, y dice:
- ¡Qué cerca has estado, muchacho!
No sé lo que quiere decir con esa frase, pero le dejo que me ponga una venda sobre lo que antes era un dolor insoportable.
“Levantad las manos caídas, y las rodillas paralizadas, y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado”, dijo alguien a los hebreos (Hebreos 12:13). Qué curioso sentido tienen ahora estas palabras para mí.
- Es hora de caminar... – dice Manuel, a quien a partir de ahora recordaré como “el que me enderezó los pies”.
Montamos en los caballos, y por primera vez reparo en mi apariencia física. Estoy sucio y maltrecho, pero vivo. Estoy más cerca de una aventura real de lo que nunca lo he estado.
Dejamos atrás la pequeña hoguera consumida, las ascuas almorzadas, y cada uno de nosotros se aleja un poco más de su dolor particular. Poco a poco, la vegetación se densifica.
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