La cita que encabeza este artículo la he tomado de un libro hermoso (
La magia de leer, Editorial Plaza y Janés, Barcelona, España, 2005). En la obra sus autores comparten ideas y estrategias para contagiar el hábito de la lectura. Para despertar en otros tal hábito no existen recetas mecánicas que pueden aplicarse en cualquier lugar y tiempo. Lo que sí hay son experiencias para comunicar algunos pasos a seguir y/o modificar en nuestra propia actividad pedagógica. De alguna manera es lo que voy a intentar hacer en este espacio. Reflexionar en voz alta --más bien mediante letras, oraciones y párrafos escritos—acerca de mi tarea como docente.
En los cursos que imparto siempre intento despertar en los estudiantes el entusiasmo para que lean la amplia bibliografía adicional que les proporciono. Como las materias que enseño son historia y ciencias sociales, me empeño por incluir cuentos y novelas que de alguna manera coadyuvan a comprender tópicos históricos y/o sociológicos. Por ejemplo, acerca de la marginación y explotación sufrida por los pueblos indígenas de Chiapas existen excelentes investigaciones académicas. Me he referido a varias de ellas en mi artículo “Babel en Chiapas” (
Protestante Digital, 26/08/2007). Pero no me cabe duda que es en el tratamiento literario de los sufrimientos indígenas antes mencionados, en donde podemos hallar realidades humanas que nos hieren, a las que vemos con la cercanía de una narración sin la frialdad de las múltiples citas bibliográficas y extensos pies de página. Por ello resumo verbalmente a los estudiantes los cuentos y una novela de la gran escritora chiapaneca (aunque nació en la ciudad de México) Rosario Castellanos. En su libro de cuentos reunidos en el volumen
Ciudad Real, la autora describe el ominoso racismo del que han sido históricamente objeto los indios de Chiapas. En la novela
Oficio de tinieblas recrea una sublevación india que originalmente tuvo lugar en el siglo XIX, pero que ella traslada al periodo presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940).
Lo que busco es que mediante la literatura, menos amenazante y solemne que los libros académicos de historia y sociología, los estudiantes se sumerjan en contextos humanos que lleguen a tocar su sensibilidad y despierten deseos de pensar su propia realidad. Lo mismo que en el caso citado, he recurrido a ficciones históricas para ilustrar un tramo fascinante de la historia de México. Se trata de la invasión francesa a nuestro país para respaldar el efímero imperio de Maximiliano de Habsburgo y su esposa Carlota (1864-1867). Fernando del Paso, en su cautivante novela
Noticias del Imperio, nos cuenta, entre otras cosas, la lid libertaria de los liberales, encabezados por el presidente Benito Juárez, contra las fuerzas de ocupación y los mexicanos conservadores que tuvieron el respaldo de la Iglesia católica para enfrentar al “demonio” que decretó la Ley de Libertad de Cultos en México.
En mi relación con quienes asisten a mis cursos pretendo abrirles los ojos, para que sean capaces de ver otros horizontes humanos distintos a los suyos. Aspiro a inocular en ellos la curiosidad, el deseo de preguntarse el por qué de los acontecimientos sociales, políticos, económicos y culturales de nuestra sociedad y el mundo. Desde hace varios años hice mía la frase de Gaston Bachelard: “La fuente de todo conocimiento es la pregunta”. En consecuencia no les doy tantas respuestas como les incito a hacerse preguntas y busquen las respuestas.
Aunque las actuales generaciones estudiantiles tienen a su disposición, como ninguna otra que les haya precedido, más recursos para aprender de cualquier materia que quieran, la avalancha de información a su alcance no se traduce en conocimiento y menos en sabiduría. La tecnología no puede, no debe, sustituir al pensamiento creativo. Lo dicen bien José Antonio Marina y María de la Válgoma, “El mundo de las nuevas tecnologías está fomentando el espejismo de pensar que estar conectado a grandes fuentes de información accesible resuelve todos nuestros problemas. No es verdad: esos bancos de información sólo son útiles a los que saben leer la información. Un burro conectado a Internet sigue siendo un burro”.
¿Por qué continúo enseñando? ¿Por inercia? ¿Acaso porque no consigo empleo en algo más? ¿No es cierto que podría tener más alta remuneración desarrollando otra labor? Lo hago por vocación, por lo que creo es mi manera de usar mejor mis escasos dones. Sigo navegando en las picadas aguas de la educación por amor. Estoy consciente de que otros ven en mí ciertos signos de enfermedad por gastar mi tiempo con adolescentes y estudiantes universitarios. Pero el contacto con éstos me transmite vida, renueva mis esperanzas en el poder de la redención cristiana. Desde esta perspectiva debemos intentar y volver a intentar donde antes hemos fracasado. Sin amor no hay tarea pedagógica que permanezca y deje hondas huellas. Debe ser muy triste trabajar de profesor, maestro como decimos en México, y ver a los estudiantes como obligaciones de las cuales escapar a la menor oportunidad. Sin amor es posible transmitir conocimientos fríos pero no saberes cálidos. El amor a los estudiantes procura que se transformen de consumidores de conocimientos memorizados a productores de conocimientos razonados.
Educar es sacar de su aldea a las personas, ensancharles su mundo, abrirles nuevos cauces para que transiten por ellos. Una de sus metas es la independencia de los alumnos, para que sean capaces de buscar por sí mismos más conocimientos y los usen para crecer personal y comunitariamente. Creemos en la educación, que es más que la mera escolarización, como el esfuerzo constante para quitar vendas de los ojos y elemento esencial para descongelar los corazones endurecidos.
Dice la Biblia, 1 Juan 4:18, que “En el amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor; porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido perfeccionado en el amor”. Sé bien que este texto tiene un contexto, a la luz del cual hay que hacer el ejercicio de interpretación. Sin embargo creo que no violento el versículo si lo aplico a la vocación docente. En el ministerio pedagógico tiene que estar ausente el temor, tanto en quien enseña como en los alumnos. En lugar de inyectar miedo y aburrimiento a los estudiantes, junto con amenazantes peroratas que les denigran, hagamos gozosa la aventura del conocimiento. Creamos en las posibilidades de esos y esas que por todos lados etiquetan con las tres is: irredimibles, insignificantes e ingratos. La calidad de los frutos que resulten de nuestra siembra pedagógica será la que revele qué clase de agricultores fuimos.
Termino con un testimonio que da María de la Válgoma en el libro ya citado. Ella estuvo en México un tiempo como profesora, en una comunidad rural de Tabasco (“un poblado en la selva, Melchor Ocampo”), en la frontera con Chiapas. Allí tuvo una experiencia memorable y conmovedora, de inspiración para mí: “Santana era un niño mexicano que no vivía en la ranchería, como los demás, sino que venía de muy lejos, de Chiapas. Cada día salían de su casa –hecha con troncos y techo de paja- su hermanita y él, todavía de noche cerrada, y caminaban descalzos casi veinte kilómetros hasta llegar a la escuela, cuando el sol caía de plano sobre el techo de
uralita, que literalmente nos ´freía´ a todos. Nunca he visto a nadie con más ganas de aprender. Yo había seleccionado a varios de los niños mayores para enseñarles. Santana debía de tener unos diez años, y unos ojos de carbón. ´Maestra, ¿tú crees que voy a aprender a leer?´ ´Seguro Santana, muy pronto´. ´Pero ¿ahorita mismo, antes que te regreses pa tu país?´ ´Claro que sí, Santana, ya lo verás´. El día que al fin el milagro se produjo, cuando se dio cuenta de que había leído una frase de corrido, me miró como si no pudiera creerlo, y se inclinó sobre la cartilla y volvió a leer otra, como para cerciorarse, y de nuevo me miró. Dos lágrimas gordas y calientes cayeron por sus mejillas, hasta el cuaderno, emborronando un poquito la suma que antes había hecho. Y yo también lloré, y nos abrazamos y luego me dijo: ´Maestra, nunca, nunca, nunca, me voy a olvidar de ti´, ´Ni yo de ti, Santana, te lo aseguro´. Luego le pedí a Rosi, mi compañera, que nos hiciera una foto juntos, como recuerdo de ese día que no necesitaba ser recordado con ninguna foto, pero que tanto me gusta tener ahora”.
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