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(Des)Aparecida

Como buenos magos que son hicieron un acto de prestidigitación, cambiaron un documento que tuvo consenso por otro más acorde a las enseñanzas y prejuicios de la burocracia católica asentada en Roma, empezando por Benedicto XVI. Es un eslabón más en la extensa cadena de autoritarismos de una Iglesia cuyas cúpulas clericales no quieren entender que el mundo contemporáneo es distinto a sus deseos regresivos.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 31 DE AGOSTO DE 2007 22:00 h

En la segunda quincena de mayo tuvo lugar en Aparecida, Brasil, La V Conferencia del Episcopado Latinoamericano y del Caribe. A su inauguración acudió Benedicto XVI, donde pronunció un discurso que levantó fuertes reacciones por las afirmaciones que hizo. En su momento critiqué dos de ellas: su desesperado llamado a los latinoamericanos para que permanezcan en el seno de la Iglesia católica, y su obnubilada visión de lo que significó la catolización de los pueblos originarios durante la Conquista española y portuguesa. En el primer caso sus argumentos fueron meramente defensivos, carentes de propuestas atractivas para quienes se sienten mejor atendidos por otras confesiones religiosas, particularmente las del amplio abanico pentecostal. La segunda fue más desafortunada, cuando sin rubor afirmó: “El anuncio de Jesús y su Evangelio no supuso en ningún momento una alienación de las culturas precolombinas ni fue una imposición de una cultura extraña”. ¿Hace falta algún comentario?

En esa su primera visita a Latinoamérica Ratzinger ratificó la continuidad conservadora, tal vez retrógrada, que marcó su antecesor en el puesto, Juan Pablo II. La diferencia entre uno y otro está no tanto en el fondo de las enseñanzas doctrinales sostenidas, como en la presentación mediática de las mismas. Hoy, desde distintas vertientes y ángulos, se sostiene que Karol Wojtyla fue más sensible a los temas polémicos, que tuvo la sensatez de reconocer los errores cometidos por la Iglesia católica en siglos pasados, que hizo repetidos mea culpa por los excesos perpetrados contra distintos grupos humanos por la institución que presidía. Pero bien analizados esos pretendidos reconocimientos de culpa no son tales. Lo que hizo Juan Pablo II fueron largas disquisiciones para tratar de contextualizar las acciones de quienes en “el servicio de la verdad”, según él, nada más incurrieron en confusiones, y uno que otro traspaso de límites. Pero, como en su momento lo afirmé en las páginas del diario mexicano en el que escribo, todo se redujo a una presentación de disculpas light.

El verdadero predicador electrónico ha sido Juan Pablo II, ante el palidecen los telepredicadores estadunidenses (consumados mercaderes de la fe) y sus réplicas latinoamericanas. De ese carisma carece Benedicto XVI, y ésta es su máxima debilidad ante una feligresía católica que demanda éxtasis colectivos como los que bien sabía encabezar su antecesor. La grisura de sus presentaciones, austeras y adustas, fueron letales para el ánimo festivo de Brasil. Ratzinger es férreo partidario de una Iglesia católica cerrada y vertical, bien controlada por el clero y con espacios muy acotados para los que llaman laicos. En un Continente en el que disminuye constantemente el porcentaje de católicos, y que a pesar de todo concentra la mitad de la población católica del mundo, Benedicto XVI se obstinó en hacer llamados a los latinoamericanos para que permanezcan en el seno del catolicismo. Sus razones fueron eminentemente defensivas, sin propuestas que atraigan a quienes son mejor atendidos por otras propuestas religiosas.

Más por seguir dando la batalla dentro de la Iglesia católica, y organizaciones civiles que se identifican con esta institución, diversos grupos expresaron su esperanza de que en su viaje a América Latina Benedicto XVI confirmara el espíritu del Concilio Vaticano II. Es de admirar su insistencia, pero esa confirmación no llegó, ni llegará, porque lo que existe en el ánimo de Ratzinger, como lo hubo en el de Juan Pablo II, es una profunda convicción preconciliar. Benedicto XVI es un cruzado contra la modernidad, la posmodernidad y todo aquello que no le reconozca supremacía doctrinal y ética a la Iglesia católica, pero sobre todo a su jerarquía.

La desigual gesta que al interior de la anquilosada institución religiosa, la Católica romana, sostienen algunos sacerdotes, religiosas y organizaciones de los llamados laicos, despiertan mi simpatía. También me sorprende su perseverancia, sobre todo cuando se comprueba que la alta burocracia clerical les margina y obstaculiza reiteradamente. Los sectores de avanzada dentro de la Iglesia católica se esperanzaron con lo que pudiera resolverse, y quedar plasmado en el documento oficial, en Aparecida. No me gusta autocitarme pero, dado el desenlace que ahora atestiguamos sobre la desparecida que le dieron al documento, con toda claridad suscribí que las de los grupos católicos más abiertos a cambios en su Iglesia eran buenas expectativas, pero sin posibilidad de ser respaldadas en el cónclave de los obispos, arzobispos y cardenales. Al final del evento así pasó, la aplanadora conservadora se impuso y sorda fue incapaz de escuchar otras voces, o las escuchó a medias y la versión de Aparecida que tiene el imprimatur de Bededicto XVI terminó por acallarlas.

En la CELAM V hubo muchas presentaciones, grupos de trabajo, discursos, redacciones del documento que se turnaría para el punto de vista final del Papa. Conforme avanzaba la reunión se produjeron análisis sobre lo que ahí se estaba gestando. Se aprobó la cuarta versión de las conclusiones y a esperar la sanción final de Roma. Ésta ya trascendió y, según católicos críticos, es una redacción muy distinta a la que acordaron los asistentes con derecho a voto en Aparecida. Los reclamos han empezado a surgir, de ello da cuenta un asistente protestante que estuvo las dos semanas en Aparecida (Harold Segura, directivo de la Unión Bautista Latinoamericana y miembro de la Fraternidad Teológica Latinoamericana), quien cita una carta de representantes de Comunidades Eclesiales de Base, reunidos en Santo Domingo, República Dominicana, dirigida a los obispos de América Latina y el Caribe. Los inconformes aseguran que no se trata apenas de cambios en el documento, sino de "un cambio del documento". Agregan con pesar: "Nos entristece que el trabajo hecho por ustedes en Aparecida haya sido atropellado. Eso afecta el conjunto de la Iglesia Latinoamericana y Caribeña y, de modo especial, a las Comunidades Eclesiales de Base, anulando su identidad eclesial y su originalidad" (Lupa Protestante, 27/VIII).

¿En dónde va a surgir el obispo que diga públicamente, en concordancia con quienes redactaron la carta citada, que su trabajo fue atropellado por quien reconocen como cabeza de la Iglesia católica? Porque el nuevo documento cuenta con la autorización papal, por más que algunos argumenten que fue la burocracia romana la que secuestró las verdaderas conclusiones de la CELAM V. No, la cuestión no es de conspiraciones de oscuros burócratas en el Vaticano que tuercen la voluntad de los altos clérigos latinoamericanos y tergiversan lo que le presentan a Benedicto XVI para su firma. Él sabe muy bien dónde estampar su Nihil obstat. Sobre todo tratándose de un documento que se ocupa de América Latina, bastión mundial de una Iglesia cuyo máximo dirigente se comporta como emperador. En verdad lo siento por mis amigos católicos que se esfuerzan por oxigenar a una institución que se atrinchera y no escucha a sus voces más lúcidas y sensibles. Pero así es el verticalismo, autoritario y sin contemplaciones hacia quienes les niega su derecho a ser interlocutores.

Los obispos reunidos en Aparecida sabían muy bien que por más redacciones que hicieran, la única válida sería la finalmente aprobada por Joseph Ratzinger. Es decir, podían discutir incansablemente todo lo que quisieran, manifestar preocupaciones por cambiar a la paquidérmica institución a la que pertenecen, pronunciarse por abrir más espacios de participación a la feligresía católica; pero bien estaban conscientes de que Benedicto XVI tendría la prerrogativa de aprobar o desaprobar según su parecer. ¿Alguien puede llamarse a engaño? Me parece que no. De nueva cuenta se impone el entender y voluntad de una Roma aldeanista, que se obstina, con graves resultados para la causa que dice defender, en cerrarse a la única posibilidad que tiene para revitalizarse: airear todos sus rincones con los vientos frescos de la plena participación del pueblo católico en todas las tareas de la institución.
 

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