El incrédulo

Ya de niño no creyó que debía sisar el cambio de las compras. Ni tampoco se creyó que a los estudiosos se les debía insultar como empollones, ya que casi siempre lo decían quienes acumulaban más suspensos. No creía en la mentira, al final todo se sabe.

Cuando joven, desconfió de sus compañeros que le querían dar envidia con sus escarceos sexuales ausentes de compromiso y no se creyó que el placer del sexo libre viniese exento de culpa.

Nunca pensó que el tabaco le haría ni más hombre ni más interesante y no compartía la sonrisa pícara de sus amigos cuando hablaban de drogas.

No creyó en lo fácil, por todo se paga un precio.

Antes de unirse a su mujer ya renunció a los dudosos beneficios que le reportase el posible divorcio.

No creyó que sus vecinos magrebíes fuesen de Al-Qaeda tal como rumoreaba el vecindario.

No creyó en la programación televisiva. No creyó que sería más feliz con lo que no tenía.

No envidió a sus vecinos. Tampoco creyó que la cultura fuese suficiente para hacer un hombre de verdad. No almacenó en su memoria datos innecesarios.

No creyó en teologías de diseño proselitista.

No creyó que la telefonía móvil le haría más libre. No creyó en los juegos de azar. Nunca creyó que un buen coche le haría diferente o mejor que sus vecinos. No creyó que consumiendo alcohol sería desplazado a escenarios tan idílicos como los anunciados por aquel famoso ron.

No creía que tan sólo fuesen dignos de respeto los homosexuales. Ni creyó en la mitología de la juventud, ni en el peso ideal, ni en rostros sin ojeras, ni en las prisas, ni en supermanes o superwomans.

No creyó en el amor que no supone esfuerzo. No creyó en gimnasios pietistas de culto al cuerpo en que la musculatura de los adiestrados no daba servicio a nadie.

No creyó en la perfecta excusa para el odio.

Lo más paradójico de Oscar es que a pesar de ser tan descreído se le veía frecuentar la iglesia los domingos.

No tardaron las malas lenguas en decir él que iba a la iglesia para lavar su mala conciencia por tanta incredulidad.