Sorprendido (porque no había sido informado) San Pedro respondió: «Enviaré a mis inspectores y una vez que hayan regresado y me presenten su informe, te llamaré». Pasaron los días y una mañana, el jefe del infierno recibe una llamada. Era San Pedro que quería comunicarle que sus inspectores habían regresado y decían que era al infierno a quien correspondía hacer las reparaciones.
El jefe del infierno replicó: «No me parece, mi querido San Pedro, pero de todos modos, deme un poco de tiempo para consultar con mis abogados y luego lo llamo». A los días, estaba sonando el teléfono del cielo: «Con San Pedro, por favor». «Un momentito, ¿quién lo llama?» «Dígale que es de parte de un amigo». «Está bien. ¡San Pedro, al teléfono! ¡Un amigo quiere hablar contigo!» (¿Se fijan qué falta de respeto? ¡Contigo! ¡Qué barbaridad! Nota del escribidor.)
«¿Aló? ¡Oh, sí! Dime, chico». «Mis abogados han estudiado el caso e insisten en que las reparaciones corresponde hacerlas a ustedes». «Mira. Permíteme unos días para consultar con los míos y luego te llamo». A los días, suena el teléfono en el infierno. Es el propio jefe el que contesta: «¿Sí? ¿Oh, San Pedro? Cuénteme». «Nosotros nos vamos a hacer cargo de reparar el muro caído». «¡Qué bien! Veo que sus abogados coinciden con los nuestros en que es a ustedes a quienes corresponde hacer los arreglos ¿eh?». «¡No, hombre! ¡Qué va! Lo que pasa es que busqué por todos los rincones del cielo y no pude encontrar ningún abogado. ¡Aquí no hay abogados, chico!» Para que no me ocurra lo mismo que con los teólogos, que alguien se dé por aludido, señalo que este es un cuento que circula libremente por el mundo desde hace años, de modo que la propiedad intelectual es universal. No hago referencia alguna a un abogado en particular porque a estos sí que les tengo respeto. Uno de ellos me puede meter a la cárcel por difamación, en cambio los teólogos no me pueden ni excomulgar porque la mayoría que yo conozco no creen en esas cosas.
¿Pero a cuento de qué viene todo esto? En que pareciera que ha recrudecido la fauna de inocencios en el mundo de hoy. Todo el mundo se declara inocente; digo, todo el mundo que cae en manos de la justicia.
Un pedófilo sorprendido con un arsenal de vídeos pornográficos de niños, se declaró inocente. Un muchacho que se peleó con otro en la calle por una tontería y que se ausentó por un momento del lugar para volver luego con un bate de béisbol con el que lo golpeó hasta matarlo, se declaró inocente. Un alto ejecutivo de una corporación que robó millones, muchos de los cuales los malgastó en viajes para él y sus amigos, en automóviles de lujo, en yates, en joyas, cuando la justicia le echó el guante, se declaró inocente. Los militares que hicieron tristemente famosa la Operación Cóndor, sembrando el caos y el terror mientras disparaban a gente inocente como quien les dispara a las codornices, se han declarado todos inocentes. Curas, pastores y consejeros violadores sexuales de niños, también dicen que son inocentes.
En algunos casos, o quizá deba decir en muchos, esta estratagema da resultados. Los abogados saben cómo hacer prosperar una declaratoria de inocencia hasta convertirla en libertad incondicional. No importa que el acusado haya sido sorprendido en el acto delictivo mismo o en su poder se hayan encontrado todas las pruebas del mundo para mandarlo a la cárcel por el resto de sus días, un buen abogado podrá sacarlo libre sin mucho esfuerzo después de haberle recomendado que se declarara inocente.
Viene a la memoria, al escribir de esto, el caso de la mujer sorprendida «en el acto mismo de adulterio», según el relato de los Evangelios. Allí, aparentemente, no había posibilidades de asegurar inocencia. Por eso, ella no lo hizo. Más bien se dispuso a recibir el castigo de los hombres, que era el apedreamiento, y el de Jesús, que era el de condena eterna. Ninguno de los dos castigos llegó porque, en el caso de los acusadores, demostraron no tener autoridad moral como para acusar a nadie y, en el de Jesús, su amor y compasión son mayores que una sentencia condenatoria, por más justa que parezca. Su «Ni yo te condeno» es el ejemplo más contundente del amor perdonador de Dios.
Hoy día, con un buen abogado, posiblemente aquella mujer habría salido del tribunal pavonéandose y muerta de risa.
Lo curioso del caso es que nadie se acuerda que los tribunales de esta tierra son solo tribunales pasajeros, y que habrá otro donde no habrá leguleyada que valga. Aquí, como en el caso de O.J.Simpson, los abogados no podrán recurrir a guantecitos porque no habrá abogados o, como en el caso de otros famosos a quienes se les aconsejó que se olvidaran de todo, nadie olvidará nada.
Pero, después de todo, ¿de qué nos quejamos si el primer inocencio fue nada menos que Adán, que cuando se le confrontó con su pecado alegó inocencia, echándole nada menos que la culpa a Dios. ¡Ese sí que salió sinvergüenza!
Para concluir, sería bueno que de alguna manera hiciéramos recordar a los seudos cristianos que matan gente por miles sin que ni siquiera les dé hipo, que habrá un juicio justo donde no habrá posibilidades de argumentar ni de explicar nada. Y, por supuesto, no habrá abogados triquiñueleros. Allí, lamentablemente para ellos, sospecho que tendrá lugar el lloro y el crujir de dientes, condición eterna que no se la doy ni al peor de mis enemigos. «Muchos me dirán: “¡Señor!, ¡Señor! En tu nombre hicimos esto y aquello”. Y yo diré: “Sáquenlos de aquí. A estos no los conozco. ¡Échenlos al fuego eterno!”»
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