Matarlo. Aquella conclusión vino a reforzar algo que tratamos de inculcar en nuestros prospectos dentro de la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos. Nosotros, tan pulcros y tan apegados al mandamiento de “No cometerás homicidio” nos horrorizamos con algunas instancias que en literatura son ingredientes casi obligados aunque nuestros pruritos cristianos no los dejan aterrizar en los textos que escribimos. Porque creemos que tenemos que vencer estos complejos es que decimos a nuestros alumnos que cuando las circunstancias lo ameriten se acerquen, sin temor y lo más que puedan, a la línea que divide lo atrevido de lo impublicable. Cerca de esa línea existe una gran franja de terreno que nosotros jamás pisamos por lo que decimos más arriba, por nuestros pruritos cristianos.
Frank Peretti ―que de alguna manera con “El juramento” (Editorial Caribe, 1996, 568 páginas) nos mostró la necesidad de desmitologizar nuestra literatura cristiana de ficción― deja que los protagonistas se reúnan en el bar del pueblo a tomar cerveza, a hablar del prójimo y a fraguar maldades, digan malas palabras, se trencen a golpes, disparen contra inocentes e incluso a los dos personajes principales, un apuesto varón y una atractiva joven con marido, se enamoren y tengan su affaire antes de morir ella despedazada por el dragón asesino.
No se trata de producir literatura escandalosa ni que vaya contra las buenas costumbres o la decencia. Pero tampoco se trata de ignorar que la vida no solo está hecha de cosas lindas, de amabilidades, de cortesías y de buenas intenciones. Lo contrario a esto forma parte del quehacer cotidiano y ¿por qué no? también de nuestra literatura. Peretti escribe con elegancia, con pulcritud y los trazos gruesos de sus novelas los hace con respeto a la sensiblidad ajena. Y logra su objetivo. Y en eso es un maestro al que también queremos imitar como la semana pasada imitábamos a Robert Louis Stevenson.
Cuando leemos una obra de ficción, por lo general y en forma casi inconsciente nos vamos identificando con algunos de los personajes, llegando a desear que hagan tal o cual cosa o terminen siendo esto o lo otro. Sin embargo, el único que tiene en sus manos el destino de los personajes es el autor.
Así fue que, cuando empecé a leer “Los peones ciegos”, de Miguel Angel Moreno Gómez, nuestro joven escritor de Madrid, y otra de las novelas producidas al interior de y publicadas por la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, me hice la ilusión que Nataly, la nieta del coronel Harrington, una bella y atractiva joven a la que no le di más de 30 años, terminaría formando una feliz pareja con el teniente Thomas Campbell. A medida que se va desarrollando la historia, y después del primer beso que se dan un poco a hurtadillas en el segundo piso de la casa del coronel, no me tardé mucho en declararlos oficialmente enamorados, novios, marido y mujer y quizás hacerlos terminar, treinta años más tarde, rodeados de preciosos nietos. Sin embargo, el autor tenía otros planes, planes que no pasaban por la vía de la relación amorosa.
Privilegio privativo del escritor, sin duda.
Mientras ciertas incidencias de la trama los acercan; otras, especialmente las que se originan en su carácter y la forma de cada uno de ver la vida, los aleja. Moreno Gómez trabaja con astucia y soltura la relación de estos personajes, lo mismo que hace con una media docena de otros que comparten cierta estelaridad con el coronel, el teniente y la dama.
El ambiente en que se desarrolla la novela no es fácil o, quizás debería decir, es muy apropiado: la Segunda Guerra Mundial. Allí están presentes los elementos infaltables en una novela de este tipo: suspense, pasión, tragedia, desesperación, batallas, engaños, confesiones. Barro, pólvora, miembros mutilados y ojos que de pronto dejan de ver, cerrándose para siempre.
El coronel Harrington, que se proyecta inicialmente como un distinguido ex militar británico empecinado en la búsqueda de aquella espada misteriosa que cae del cielo en medio de la batalla, va poco a poco desdibujando su imagen hasta que termina confesando haber sido el asesino de su mejor compañero de armas; asesinato que se comete en medio del fragor de la batalla mediante un tiro por la espalda. Doble felonía: matar a un amigo y matarlo por la espalda. Muere, el coronel, corroído por un delito del que no fue capaz de arrepentirse y que más bien trató de justificar a partir del momento en que quedó expuesto al conocimiento de sus allegados.
A medida que avanza en el desarrollo de la trama, Moreno Gómez va lanzando al ruedo personajes ―no tantos como para complicar al lector― con funciones, talentos, personalidades y destinos claros los que, en conjunto, dan a la novela la agilidad que todo lector medianamente exigente espera de la obra que tiene en sus manos.
Parte de la historia se desarrolla en Londres y parte en Bristol. Moreno Gómez tuvo la agudeza de pasar una temporada en Bristol, conociendo lugares que en algún pasaje de la historia los entreteje en la trama.
Aparte de la historia misma, que es atractiva y cautivante (“Los peones ciegos” es de esas novelas que se comienzan y no se dejan sino hasta que se lee la última línea) hay dentro de ella una serie de elementos simbólicos que revelan una acuciosidad propia de escritores experimentados.
La espada, codiciada por aliados y nazis, traslada sutilmente el escenario donde se desarrollan los hechos y ubica al lector en lo que es la guerra mundial que cada persona libra a lo largo de su vida. Porque como Peter O´Toole en ¨La guerra de Murphie” todos libramos nuestra propia batalla. Y todos queremos resultar vencedores. La tesis de Moreno Gómez planteada indirectamente en su novela afirma que para todo combatiente de esta guerra, la espada, que tiene un valor y una trascendencia extraterrenal, es determinante para vencer o caer derrotados.
Los «peones» sugieren un juego de ajedrez, donde estas piezas generalmente van y vienen por el tablero en función de los reyes, las reinas, las torres, los caballos y los alfiles. Lo ciego de los peones sugiere algún tipo de inconsciencia en cuanto a las motivaciones que tienen las manos que los mueven a derecha y a izquierda, arriba o abajo.
¿Seremos los seres humanos «peones ciegos» que no nos damos cuenta de los planes que están muy por encima de nuestras cabezas y que determinan nuestro paso por la vida? Una pregunta que queda planteada en la novela. Corresponderá a cada lector encontrar en sus páginas la respuesta correcta.
«Los peones ciegos» publicada en una edición restringida en septiembre de 2006 junto con otras seis obras escritas por autores que están saliendo de la fragua de ALEC, aparecerá en octubre de este año bajo el sello de Thomas Nelson Publishers, de Nashville, Tennessee, que la ha seleccionado para lanzarla intercontinentalmente, junto con “Potifar” y “La llave” de las que ya hemos dicho algo en esta misma columna. ¡Lectores de “Peones ciegos”, bienvenidos!
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