Hace unos días apareció la noticia que daba cuenta que a un escritor sudamericano ya le llevan presentadas nada menos que veintisiete denuncias por plagio. Un cínico diría: «¿Veintisiete? ¡Dos, cinco, siete… pase, pero veintisiete! Eso ya es demasiado».
En el arte, trátese de literatura, música, pintura, una ya es demasiado.
Una cosa es ser Plácido Domingo y otra, muy otra, sería ser Plágido Domingo. Al primero, lo escuchamos con arrobo; al segundo, de existir, lo escucharíamos con curiosidad e intriga, expectantes, como Juan Rojas, que le gusta cantar aquel tango con la letra modificada por él mismo: «Yo sé que ahora vendrán cosas extrañas…»
En la Asociación Latinoamericana de Escritores Cristianos, ALEC, donde trabajamos para formar escritores, no podemos ignorar el asunto del plagio. Y aunque aún no hemos visto la necesidad de transformarlo en un tema de analisis, no hemos dejado, por ahora, de tratarlo aunque más bien en forma tangencial.
Plagio, en realidad, es una mala palabra. Decir plagio es decir robo. Robo liso y llano, aunque el ladrón sea el elegante Rififí y el objeto robado unos costosísimos diamantes en una neblinosa noche parisina.
¿Qué nos dice el diccionario sobre plagio? Nos dice que «plagiar es copiar o imitar obras ajenas dándolas como propias». En esta definición hay una diferencia sutil entre copiar/imitar/ atribuirse derecho de propiedad sobre lo que se copió o imitó.
En ALEC hacemos diferencia entre plagiar e imitar. Y hemos pedido ayuda nada menos que a Robert Louis Stevenson («La isla del tesoro» 1883; «El extraño caso del Dr. Jeckyll y Mr. Hide, 1886») para que nos diga que pueden hacerse imitaciones con ciertas limitaciones pero más que nada con buena fe. ¿Por qué Stevenson? Porque cuando era un don nadie y estaba empeñado en la búsqueda de su propio estilo se puso a imitar a cuanto buen escritor se le puso por delante. Su imitación, sin embargo, no estaba inspirada en el afán de apropiarse en forma indebida del talento de otro y pasarlo como propio. Eso es plagio, robo, pecado de lesa creatividad.
Stevenson imitaba para desarrollar su propio estilo. Por eso nuestra monserga a los alumnos de ALEC es, precisamente esta: Podéis imitar a los grandes que ya han desarrollado un estilo, y a los no tan grandes pero que ya han visto sus obras publicadas, pero con miras a desarrollar o a mejorar, o pulir, o darle brillo, al vuestro. Y concluimos con la siguiente premonición: «Cuando hayáis logrado lo que os proponíais, veréis que otros empezarán a imitaros a vosotros».
Es un poco el girar de la vida.
El proceso de aprendizaje de cualquier arte o ciencia pasa por largas etapas de imitación. El estudiante de medicina empieza imitando a su profesor en el reconocimiento de las partes componentes del cuerpo humano; el hijo de los trapecistas empieza imitando a sus padres hasta convertirse él mismo en un experto de los vuelos en trapecio; el pequeño aprendiz de violinista empieza mirando a su mentor para aprender a manejar los dedos de la mano que habrán de presionar las cuerdas para obtener las notas deseadas; el niño aprendiz de ajedrecista imita al maestro hasta en los gestos y deja de hacerlo cuando él mismo, ya maduro, adopta sus propias poses. Hasta Maradona, el rey del balompié quien sabe por cuántos fue imitado a lo largo de su carrera futbolística hasta que apareció un Lionel Messi imitando casi a la perfección su maravillosa corrida desde media cancha para batir al portero inglés en el Mundial de México 1986.
Volviendo al caso del escritor acusado de veintisiete plagios, él, un poco siguiendo la línea ética de ALEC dice que el plagio es el más grande homenaje que se puede rendir al plagiado. Y en eso tiene razón. No se imita al malo, al mediocre, al fracasado. Se imita al bueno, al excelente, al superior. Pensando en esto fue que el apóstol Pablo dijo: «Sed imitadores de mí, así como yo de Cristo». En el caso del robo de la propiedad intelectual; o sea, en el plagio, hay sin embargo, un propósito espurio: apropiarme de algo que no es mío, ponerle mi nombre y hacerlo pasar como propio. Haciendo eso, estoy revelándome como un recreador de baja estofa; como alguien que no tiene méritos como para ser él mismo en el arte que escogió y que, por su estupidez, es digno que lo desnuden en la calle.
Uno de los recursos que estamos usando en ALEC para que nuestros alumnos desarrollen su estilo y lleguen a ser escritores brillantes es escoger alguna obra específica de un determinado autor y, después de leerla nosotros y convencernos que allí hay algo susceptible de ser imitado, darla como tarea para que no solo sea leída, sino para que, a través de composiciones escritas se analice el estilo, se observen sus virtudes y sus posible defectos.
Tal ha sido el caso con Paulo Coelho, cuya novela “La Quinta Montaña” ha sido objeto de estudio al interior de ALEC. Lo será muy pronto otra de sus novelas “El demonio y la señorita Prim” que tiene también mucho que enseñar en los aspectos que nos interesan; también hemos estudiado a Peter Harris a través de su novela “El enigma Vivaldi” y, entre los religiosos, a Max Lucado y su “El trueno apacible”.
Imitar para aprender, sin duda, no es robar. Plagiar para hacer pasar por propio algo que corresponde al talento y a la creatividad de otro, es pecado, no solo ante los ojos de Dios quien dijo: “No robarás” sino ante la comunidad culta del mundo.
Autenticidad es el nombre del juego.
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