Los llamados padres de la Iglesia, como Clemente de Alejandría, Justino Mártir, Tertuliano, Lactancio, Atanasio, Orígenes y otros, mantuvieron siempre la convicción de que el Nuevo Testamento aboga por la actitud no violenta en la vida del cristiano. Esto implicaba el rechazo de las armas para solucionar los conflictos humanos, así como la objeción de conciencia a ingresar en cualquier ejército de la época. Se entendía que si un soldado se convertía a Jesucristo, no estaba obligado a dejar su servicio militar pero debía colaborar sólo en aquellas tareas en las que no tuviera que derramar sangre humana. Tales ideas prevalecieron durante los tres primeros siglos del cristianismo.
Sin embargo
, a partir del siglo IV, a medida que los emperadores y gobernantes empezaron a conceder favores a las autoridades religiosas, los creyentes comenzaron a admitir poco a poco los asuntos militares. Se llegó así a la aceptación total del militarismo y a la paradoja de que para pertenecer al ejército, primero había que ser cristiano. San Agustín, el obispo de Hipona, fue el principal defensor de tales ideas por medio de sus escritos acerca de la guerra justa. Las iglesias terminaron por fusionarse con los Estados y empezaron a gobernar la sociedad mediante el uso de la fuerza. La tradición cristiana de la no violencia se fue olvidando o bien quedó recluida a la predicación de determinadas personas en ambientes reducidos, como aquel pequeño grupo de anabaptistas de donde, en el siglo XVI, surgieron los menonitas.
Creo que el cristianismo actual debe volver los ojos al estilo de vida pacifista que tuvieron los creyentes en los primeros siglos de nuestra era. La guerra en la aldea global ya no será jamás como en épocas anteriores. Su existencia amenaza con aniquilar a toda la humanidad. De ahí que los cristianos tengamos la responsabilidad de extender por todo el mundo la acción pacificadora de Dios que nos reveló el Señor Jesucristo. Cuando el apóstol Pablo escribió a los colosenses: “... por cuanto agradó al Padre que en él (Cristo) habitase toda plenitud, y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz” (Co. 1:19-20), se refería precisamente a esto.
Aparte de la predicación del Evangelio, todo lo que define al cristianismo hoy en el mundo es esta acción pacificadora, conciliadora, justificadora y vivificadora de Dios en Cristo. Quien se contenta con recibir la paz de Dios y no se vuelve a su vez pacificador, es porque no ha entendido la voz del Espíritu del Señor. Él demanda de cada convertido que sea un agente de paz en el mundo y que no se resigne nunca a la injusticia o a la violencia de los hombres. Sabemos que las espadas no se convertirán definitivamente en arados hasta que Cristo venga otra vez, pero esto no debe impedir que sigamos trabajando y orando por la paz.
No debemos creer que la fe es un asunto privado que sólo depende del individuo y de Dios y no tiene ninguna repercusión en la sociedad. Actitudes como ésta fueron las que hicieron posible atrocidades como las del holocausto nazi en Alemania. “Muchos cristianos que aborrecían a Hitler y deploraban la suerte de los judíos optaron por la llamada “emigración interior”, es decir, intentaban salvar interiormente su alma, mientras en el plano exterior se amoldaban a las exigencias políticas” (Moltmann, La justicia crea futuro, Sal Terrae, 1992: 44). No se opusieron mediante actitudes no violentas de protesta sino que, salvo honrosas excepciones, permanecieron en un silencio humillante. Esto le dio mayor libertad al dictador para cometer su masacre inhumana.
La privatización de la fe y el creer que el cristiano no debe meterse en política pueden tener efectos desastrosos sobre la sociedad. Una cosa es la diferenciación entre la Iglesia y el Estado y otra creer que la Iglesia debe ser apolítica y la política arreligiosa. Las comunidades cristianas están llamadas a ser hoy lugares donde exista una libertad crítica frente a los gobiernos y la propia sociedad. Sólo por medio de la denuncia positiva y pacífica de los males e injusticias sociales, puede la Iglesia evitar que vuelvan a producirse situaciones como las de Auschwitz y actuar como auténtica pacificadora de la aldea global.
La violencia se gesta siempre en corazones pecadores que rechazan o ignoran voluntariamente el mensaje de Jesucristo. La persona que actúa de esta manera peca contra Dios, contra su prójimo y pone en peligro la paz, la justicia social y la igualdad entre todos los seres humanos.
Por el contrario,
el cristiano que rechaza toda forma de violencia y se muestra sensible ante el dolor ajeno, asume el reto evangélico de convertirse en apóstol de la paz. De alguna manera, está contribuyendo a adelantar la venida de Jesucristo. Al enjugar lágrimas, consolar al sufriente y aliviar el dolor o las secuelas del desamor, hace que el presente se parezca cada vez más al futuro glorioso que esperamos. Trae la paz del cielo a la tierra. Y esta es, sin duda, la mejor manera de enfrentarse al fantasma de la guerra.
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