Cuando salí de
Newport, hace unos meses, no lo sabía. Pero ahora veo que este viaje tiene un sentido. Desde la soledad y el vacío más absolutos de Groenlandia, a la humedad y el colorido (con el predominio del verde) de Alabama, sin darme cuenta he trazado el comienzo de un viaje espiritual, más que otra cosa. Esto no es más que el principio. Estoy en un extremo del sur, y tengo que abrochar este cinturón para atravesarlo, y seguir mi camino.
A
Greenville se le conoce también por la ciudad de las camelias. Es una ciudad que cae hacia un lado de la autopista que se interna por campos rosados. El coche que me ha traído (he venido en autostop desde la capital del estado, Montgomery) me deja junto a uno de esos campos. Tras despedirme del caballero que me ha tratado tan amablemente, aseguro mi mochila y me acerco a la mujer que cuida de estas flores. Pronto entramos en una conversación apasionante sobre las camelias. Y con mi capacidad para identificar metáforas, se me ilumina el rostro cuando ella dice que el tipo de suelo en el que crece es fundamental para el buen desarrollo de la planta. Necesita suelos ácidos, ricos en materia orgánica, bien drenados y con buena retención de humedad. Algo así ocurre con la vida religiosa de aquí.
No sólo esto. Descubro también que en el momento de plantar la camelia es conveniente mezclar perfectamente dos o tres puñados de un fertilizante complejo en el hoyo de plantación. Es decir, que la tierra contiene distintos estratos. No es únicamente la calidad de vida de este lugar. Es también la calidad de las relaciones personales, de la capacidad para absorber todo lo que suena a nuevo, como ocurre con esos museos cercanos a las carreteras secundarias. Es además la necesidad de llenar el tiempo no empleado en labrar el terreno.
Me explica la técnica del injerto. Recuerdo que se trata de unir dos plantas diferentes para que crezcan juntas. Otra interesante figura. Ella culmina esta ilustración con el regalo de una camelia, que al trasluz deja ver unos ramillos amarillentos extendidos hasta los límites de los pétalos puntiagudos. La coloco entre las páginas de este cuaderno donde anoto todo. Pienso en este extremo del cinturón: su interior convulso de despertar (o restallar) evangélico, extendido en hojas que hay que pararse a poner al trasluz para descubrir los detalles importantes. Pero lo que de verdad cuenta es saber a quién dirigirse, si se quiere hallar algo de luz.
Le agradezco a la dama de las camelias el ramillete de metáforas.
Alabama está llena de bancos blancos de madera, de olor a barniz dulce, de mosquitos y lluvias de quince segundos... la gente es amable y los hombres mascan tabaco a las puertas de barberías que no han querido cambiar en cinco décadas, de esas que tienen los rulos giratorios azules, blancos y rojos en la puerta. Sus ríos embriagan con su olor a barro, y son bajos y anaranjados. La gente vive en casas de madera de banco, aunque estén pintadas de otro color. Algunas de estas casas levitan sobre los mencionados ríos, y en otro tiempo cobijaron a Harper Lee, a Truman Capote, a Tennessee Williams, a iguanas y sonidos lejanos de armónicas. Así es un extremo del cinturón bíblico.
He de dejar de escribir. El autobús que crea fintas en el cinturón, lento hacia el horizonte tras el cual está mi próximo destino –
Nueva Orleans –, salta como una rana hambrienta, y me impide trazar letras inteligibles. O quizá sea la inquietud por lo que me espera. O quizá sea que aún pienso en las metáforas de la camelia... que me trae la visión de un hombre de traje gris, de nombre Gedeón, depositando una Biblia en un cajón vacío de algún motel, deseando que sea todo un descubrimiento para alguien que lo necesite.
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