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Los Sterk: llegada a Chiapas

Entrevista a René y Carla Sterk (II)

Ofrecemos la segunda parte de la entrevista con Carla y René Sterk, misioneros por casi cuatro décadas (1966-2005) en Chiapas. Como ya dije, decidí suprimir mis preguntas, con el fin de darle mayor fluidez al resultado de la conversación sostenida con ellos.
KAIRóS Y CRONOS AUTOR Carlos Martínez García 30 DE JUNIO DE 2007 22:00 h

René: Mi visión como misionero ha sido que es necesario ir a donde todavía no tienen el Evangelio, que un misionero debe abrir nuevo campo. Cuando nos invitaron a la zona chol, supimos que había dos familias misioneras allí, que ya tenían escuela bíblica, que había muchos hermanos. Pensamos que debíamos ir a un lugar donde no hubiera casi creyentes, y comenzamos a ver la posibilidad de ir con los tzotziles. Había ya misioneros del Instituto Lingüístico de Verano, como Kenneth Jacobs (llamado Canuto por los chamulas) y su esposa. Fuimos a conversar con él una vez, y nos dijo que los zinacantecos no tenían ni un creyente, ni una iglesia evangélica. A lo mejor nos dijo eso para que no intentáramos incursionar en un campo misionero como Chamula, donde ellos, los del ILV, ya estaban trabajando. Sin embargo, el consejo resultó perfecto, porque fuimos a la zona de Zinacantán, y entendimos que era la voluntad de Dios iniciar una obra allí.

Carla: Ken Weathers estaba trabajando en Chenalhó, y los esposos Delgaty en San Andrés, y Mariana Cowan en Huixtán, Canuto y su esposa Elaine en Chamula. Entonces optamos por los zinacantecos. Pensamos que sí íbamos a entrar a Zinacantán, pero entonces no supimos ni cómo ni por dónde. Antes de intentarlo vivimos por unos dos meses en un cuarto de la escuela bíblica, la que está todavía hoy en la calle Ejército Nacional, en San Cristóbal de Las Casas. Yo me quedé con Micaela, mientras René se fue a las comunidades, haciendo preguntas, pidiendo un espacio para vivir. Casi todas las comunidades dijeron que no.

René: Primero me ofrecieron un lugar en Muctajó, que es un lugar en el que las mujeres tenían que caminar cuatro kilómetros para llegar al pozo de agua. Lo platiqué con Carla, y ella dijo que sería muy difícil con un bebé tener la responsabilidad de cargar agua, como la cargaban las indígenas con sus mecapales en la cabeza. Ella dijo que buscara otro lugar. En Navenchauc, por la voluntad de Dios, encontré a una familia que había construido una casa nueva, de adobe, eran recién casados. Ellos aceptaron recibirnos, pagándoles renta, por cierto que fue muy baja, pero para ellos fue una ayuda que les sirvió para pagar la deuda adquirida en la construcción de su casa.

Carla: Toda la casa era de un cuarto, y allí nos acomodamos junto con ellos. Yo entré con miedo, pensando que Micaela podría enfermarse, y que sólo iba a tener tiempo para acarrear agua, cargar leña y cuidar a mi hija, y sin posibilidades de aprender el idioma, ni poder servir a la comunidad. También vi que las mujeres siempre iban atrás de los hombres, cargando todo, y vi, en la misma casa, donde elaboraban el posh, el trago, en la noche, que la casa funcionaba como una especie de cantina. Una vez vi que regresó Manuel, esposo de Maruch, regresó, como casi siempre, borracho y la golpeó. Pensé que iba a ser muy difícil vivir en esas condiciones, pero al ver todo eso, y el trabajo de los brujos y los curanderos, pensé que a mí no me importaba el estilo de vida, porque mi objetivo era aprender tzotzil. Con el fin de decirles que había una vida mejor, que hay buenas noticias, el Evangelio. Como no sabíamos nada de tzotzil, no podíamos comunicarnos. Vimos muchas cosas muy tristes, y estábamos impedidos de decirles algo.

Como vivimos en la casa de una familia, entonces formamos parte de esa familia. Cuando las mujeres iban al molino yo iba con ellas. Cuando iban al pozo, yo también las acompañaba. Lo mismo cuando iban a la fiesta en Zinacantán. Como ellos y ellas andan en familias, entonces nosotros íbamos en el grupo. Yo hice todas las cosas que hacían las mujeres. Así, poco a poco, aprendí cómo cargar agua, hasta cómo tejer, cómo cargar leña, cómo hacer tortillas; me enseñaron todo. Como dicen ahora: “La esposa de René no sabía nada al llegar”.

René: Al principio, en el primer año, nos costó trabajo porque era una vida muy diferente en comparación con la que estábamos acostumbrados. Muy difícil para nosotros que veníamos de un medio diferente, donde teníamos agua potable, electricidad y todas la comodidades del mundo moderno. En Navenchauc no teníamos nada de todo esto. Carla tenía que ir a lavar la ropa al río, en sus rodillas y sobre piedras. En el primer año fue como sufrir, después nos acostumbramos y aprendimos a vivir como los demás. Fue una experiencia dura pero muy positiva, porque después de un tiempo vino a ser nuestra forma de vida natural, como la que habíamos aceptado junto con ellos. No había sufrimiento. Una vez tuvimos visitas de fuera, y nos dijeron que cómo era posible que soportáramos esas condiciones. Carla y yo les dijimos que para nosotros no era sufrimiento, sino que estábamos gozando una vida muy bonita entre los zinacantecos, aprendiendo de ellos.

Después de casi tres años no habíamos podido compartir el Evangelio con alguien. Pensamos que era un gasto de tiempo, un esfuerzo inútil de estar en Navenchauc. Nos planteamos que quizás sería mejor mudarnos a la ciudad, a San Cristóbal de las Casas. Oramos pidiendo la dirección del Señor, pidiendo que si había un solo creyente en Cristo, o alguna persona que se interesara en conocer el Evangelio, entonces nos quedaríamos en el poblado. De lo contrario saldríamos. En unos meses vino el primer creyente, un joven de dieciséis años, que se llamaba Xun. Él fue el primer creyente. Venía, primero, para jugar con nuestros hijos, era nuestro vecino. Cuando Xun mostró interés en hacerse creyente, se dio cuenta que yo no golpeaba a mi esposa y otras conductas que vio y le atrajeron al Evangelio, entonces confiamos más en el Señor y nos dimos cuenta de que era su voluntad que nos quedáramos. El Señor respondió nuestra oración de tener al menos un creyente, y eso nos hizo pensar que nuestra oración debió haber sido por diez.

Carla: Más o menos un año antes de lo que cuenta René, era un tiempo en el que pensamos que tal vez íbamos a salir porque Manuel y Maruch nos dijeron que como ellos y nosotros ya teníamos dos hijos, ya era muy problemático vivir ocho personas en un cuarto. Por cierto que a su hijo lo nombraron Xun (Juan), nació mi hijo y le pusimos el mismo nombre. Entonces pensé que nadie en Navenchauc nos iba a dar un espacio, después de que Manuel y Maruch nos pidieron dejar su casa. Nos planteamos la opción de ir a otra comunidad, pero tuvimos una sorpresa, ya que mucha gente vino a ofrecernos un lugar para vivir. Nos mudamos cerca de Xun Tontic, después él y su familia fueron los primeros cristianos del poblado. Pensamos en seguir otros tres años, porque no podíamos dejar a un muchacho que era el único cristiano del lugar. Nunca pensamos en regresar a los Estados Unidos, porque conociendo la opresión espiritual, política y económica, queríamos ayudarles. Si no nos daban un cuarto en Navenchauc a lo mejor nos íbamos a Muctajó u otra comunidad, pero no a los Estados Unidos.

Carla: Mi inquietud con nuestros hijos, más que por las difíciles condiciones cotidianas de vida, era sobre su educación. Vimos que en Navenchauc, y en las comunidades, viven como una familia grande, extendida, sin carros, sin luz, sin agua, era un paraíso para los niños. Ellos crecieron así, incluso hasta ahora los frijoles y tortillas de los indígenas es su comida favorita. Para ellos no hubo sufrimiento, porque nunca salieron de Navenchauc, pensaban que todo el mundo era igual. En los primeros años ellos aprendieron tzotzil más rápido que nosotros, lo aprendieron de una forma natural. Hasta hoy en día, dicen los indígenas, ustedes conocen y saben más palabras de nuestro idioma, pero sus hijos Micaela y Juanito, hablan igual que nosotros, y si los escuchamos con los ojos cerrados se oyen como tzotziles.

Los otros niños hacían preguntas sobre mis hijos, por ejemplo por qué Micaela tenía su piel tan blanca, su cabello tan rubio, pensaban que era porque estaba enferma. Ella me preguntó una vez: “¿Por qué Dios me hizo así, la única niña en todo el mundo con cabello rubio, por qué todas las demás tienen cabello negro y más bonito? ¿Qué puedo hacer para tener el cabello más oscuro?”. Para ella los niños y las niñas allá eran bonitos y ella no.

René: Tal vez fui yo el que tuvo más problema en el asunto de los niños. En la primera casa donde vivimos venían los borrachos y abrazaban a Micaela que estaba muy pequeña, y querían cargarla. Yo me contenía, les quería decir que no tocaran a mi hija. Tuve que aprender mucha paciencia con los que llegaban a beber en esa casa. En este sentido sufrí mucho, quería proteger a mi hija, y tenía miedo de que le pudieran hacerle algo. A la vez tuve que aprender a respetar la cultura de ellos y no ofenderlos. Esa fue mi lucha más difícil. Aprendí que si nosotros como padres podíamos vivir en buena relación con los indígenas, los niños también aprenden a tener buena relación con otros niños. Nosotros recibimos un regalo de Dios, ya que vivir con los indígenas vino a ser una placer. Después del primer año nos gustó, vestíamos ropa indígena de forma natural.
A pesar de todo tener hijos en esa situación es una gran bendición para ganar la confianza de la gente. Porque una cosa que tiene que ver la gente allá es que nosotros siendo muy diferentes, tener color diferente, tener costumbres diferentes, y hasta como ellos dicen “dioses diferentes”, que vean que tenemos hijos que aunque sean diferentes de apariencia juegan con sus hijos y aprenden tzotzil igual como sus niños. Para decirlo en forma corta: que ellos vean que somos seres humanos, igual como ellos. Esto es importantísimo, porque no van a aceptar el mensaje del Evangelio si ellos piensan que somos una forma humana muy diferente. Entonces tener hijos allá era no sólo una bendición para los mismos niños que aprendieron tres idiomas, porque estuvieron jugando todos los días y viviendo todos los días con zinacantecos hablando tzotzil, en la casa inglés y en la escuela español. Tal vez lo más valioso de esto fue que aprendieron una cultura muy diferente de la de sus padres. Lo aprendieron de experiencia, de convivir, de vivir como zinacantecos. Mi hija, por ejemplo, cuando ya pudo caminar y todo salió con otros para cuidar las ovejas. Hizo todo, cocinó y otras cosas como zinacanteca. Ella dice todavía que su primer amor es con los zinacantecos. Ni le gustan los chamulas, porque éstos y zinacantecos son muy diferentes y ella dice: “yo soy zinacanteca, no soy chamula”.
Lo que pasó con el tiempo es que la gente no sólo nos aceptó a nosotros sino a los niños como parte de ellos. Cuando tenemos hijos allá, creciendo, son sus raíces y ellos mismos lo reconocen. Los zinacantecos siempre dijeron ustedes son de nosotros porque aquí nacieron sus hijos, aquí crecieron, etcétera. En este sentido son tres o cuatro cosas muy importantes. Una es que la aceptación crece cuando ellos ven que tienes familia y no sales para proteger a tus hijos de ellos. Otra cuestión es que los mismos niños forman parte de esa cultura, y de tres culturas. La otra es el idioma, que es muy importante. Aunque debo decir que en su momento ni nos dimos cuenta, sólo tuvimos hijos y después nos percatamos del valor de todo eso.

Carla: Yo llegué con una falda demasiado corta para los usos de Navenchauc, me dijo Maruch: “yo voy a hacerte ropa decente, y tú vas a usarla”. Entonces casi de inmediato me vestí como indígena.

René: Ellos nos dijeron que si íbamos a vivir con ellos, entonces deberíamos vestir su misma ropa. Nos advirtieron que no podíamos quedarnos sin cambiar de ropa.

Carla: Al ir a las fiestas nos dijeron que los dioses querían ver ropa nueva.

René: Entonces el cambio de ropa fue porque ellos nos lo propusieron, aunque también porque nosotros estuvimos dispuestos al cambio. Fue un requisito para quedarnos y lo cumplimos.

Carla: Nosotros llevamos diario con mucho gusto la ropa de Zinacantán.


Artículos anteriores de esta serie:
 1Los Sterk: llegada y primeros años 
 

 


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