El manto de hierba

Los gallos de las praderas gorgojean en el pedernal. Subo a un suave montículo y oteo: el horizonte deja de tener sentido, pues es como en esos cuadros impresionistas llenos de luz donde las briznas de hierba son borrones delicados. El maíz y el sorgo crecen inexorables; la soja comienza a abrirse paso. Cultivadores de altas hierbas mascan raíces, asienten y se frotan las manos encallecidas; y ponen sus manos a modo de visera para ver un campo tan amplio que, a pesar de las macluras, esas vallas blancas que utilizan para delimitar sus cultivos, se crea la sensación de que esto nos pertenece a todos, y al mismo tiempo, a ninguno.

Al ver la hierba ondular, sientes que Dios agita las sábanas del mundo. A esto le llaman pleamar en estos primeros días del año. Me parece increíble que esto se encuentre tan deshabitado. Los seres humanos prefieren los valles al mijo y a la avena. Prefiere agolparse y asentarse en otros lugares. Dan ganas de perderse en esta inmensa tranquilidad. De hecho, me adentro en las matas de hierba, altas; camino entre los girasoles, impresionistas también, apuntando hacia el sol, hacia el cielo a veces más borroso de lo que debiera, como los radiotelescopios que hay a unos kilómetros de aquí, destinados a la vana tarea de buscar vida fuera de nuestros confines. Si alguien quiere encontrar vida fuera de su hábitat, sólo tiene que venir aquí y llenar sus ojos de este verdor diurno, salpicado de espuma de invierno. Verlo enrojecer a medida que las horas mueren y, en el esplendor del ocaso, esperar a que todo se encienda de color azul. Y volver a llenarse los ojos otra vez.

Dicen que la soledad es mala compañera. A menudo hay compañías preferibles a la soledad. La buena compañía viene de mil maneras, y se da cuando es el tiempo. Ahora es el tiempo de respirar, pues cada cosa tiene su tiempo propio. Es el tiempo de mirar los campos, de recoger unas cuantas espigas y echarlas en la mochila. De tomar un poco de tierra parda y olerla. De sentarse, protegido del viento de enero, y preguntarse cuándo, dónde, o cómo, nos separamos del Edén.

¿Puede un arbusto seco, una mala semilla, acabar con este paisaje? Un mal brote que no se corta a tiempo, y se puede dar todo por perdido. El hombre está en el centro del paisaje, rodeado de venenosos brotes. Cada uno pensará en los que conozca. Algunos ni repararán en ello. Una solución puede ser un trasplante de tierra. Para otros nada hay como dejarse morir. Estos campos han sobrevivido porque hubo quienes se propusieron no dejar que se perdieran. Recurrieron al fuego, a sus raíces, al uso del ganado y a establecer una estrecha relación con el mundo al que pertenecían, al que intentaron amar, y al que debían dedicarse en cuerpo y alma.

Para mi no hay nada como empeñarse en vivir, en abrazar la Vida.

Y estos campos dicen, con sus peculiares susurros y latidos, que la Vida, la hierba, es lo que hace que la tierra resista, a pesar de nuestras pisadas.