En primer lugar, y para empezar, sería bueno decir que
Dios en su Palabra jamás promete que no habrá guerras. Jesús mismo profetizó que oiríamos de guerras y de rumores de guerras, y que unas naciones se levantarían contra otras (Mt 24:6-7). Asimismo el apóstol Pablo, en algunas de sus epístolas, nos predice que el sistema mundial irá de mal en peor (2Ti 3:1-5) (2Ts 2:3-10). La idea social de que mediante la inteligencia humana, la cultura, la educación y el esfuerzo moral de todos se puede a la larga construir un mundo en paz y libre de guerras es una quimera. A veces, también los cristianos podemos caer en el mismo error, tal y como ya ha sucedido en el pasado, cuando algunas escuelas de teología enseñaban que mediante la predicación del evangelio y de acuerdo con el plan de Dios, el mundo se convertiría progresivamente en un lugar cada vez mejor. Es cierto que el evangelio puede atenuar el mal, pero éste no será totalmente eliminado hasta que el Señor cree el cielo nuevo y la tierra nueva.
Es esencial descubrir lo que Dios ha prometido, y lo que no ha prometido en este mundo, para no crearnos falsas expectativas que de no cumplirse darán lugar a la desilusión, la tristeza y la crisis de fe. Tenemos que considerar las palabras de Jesús y no sorprendernos si la guerra nos alcanza. Él nos dijo que “no nos turbáramos” si ello sucediese. Así que en vez de preguntarnos por qué permite Dios la guerra, más bien deberíamos formular otra pregunta: ¿ha prometido Dios alguna vez que iba a evitar todas las guerras?
Otra cuestión interesante sería preguntarnos: ¿por qué debería Dios prohibir las guerras? Y probablemente contestaríamos que para evitar el horror y el sufrimiento de las personas inocentes y eludir todas las penurias que afectarían a nuestro cotidiano y tranquilo vivir. Lógicamente desear esto es bueno y lícito, y debemos luchar como por la paz y la justicia, pero no es suficiente que solo deseemos la paz para vivir en bienestar, nuestro verdadero deseo de tener paz debe ser otro más elevado: el de aprovechar los buenos tiempos para cultivar más y mejor una vida piadosa sirviendo y glorificando al Señor. Existen en la Biblia dos pasajes muy iluminadores que corroboran lo que decimos:
“Entonces las iglesias (después de la persecución) tenían paz por toda Judea, Galilea y Samaria; y eran edificadas andando en el temor del Señor, y se acrecentaban fortalecidas por el Espíritu Santo” ) (Hch 9:31. El otro pasaje se halla en 1Timoteo 2:1-2:
“exhorto ante todo, a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias, por todo los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad”.
En consecuencia debemos desear la paz porque nos permite mayor libertad, concentración, calma y tiempo para consagrarnos al Señor, para edificar su iglesia y extender su reino, sin sufrir los impedimentos que impondría un estado de guerra (inseguridad ciudadana, preocupaciones familiares, escasez de recursos). Ahora bien, ¿traer mayor gloria a Dios es la razón por la que deseamos la paz o más bien el motivo por el cual la deseamos es puramente egoísta para que nada perturbe nuestro acomodado status social y eclesial? ¿Anhelamos nuestra patria celestial y vivimos aquí como peregrinos esperanzados o tememos la guerra porque hemos hecho de este mundo nuestra patria permanente?
En épocas de paz duradera suele acontecer que en vez de aprovechar esta bendición para vivir agradecidos al Señor y consagrados a Él, caemos en la relajación y en paulatina pérdida de la fe. Después de la última guerra mundial que sacudió a Europa se ha podido vivir relativamente en paz y con un progresivo crecimiento económico y social, pero a la par que ha existido prosperidad material ha decrecido el interés de la sociedad por Dios y también el compromiso cristiano en particular, hasta tal punto que muchos creyentes de países de tradición protestante y también los católicos, se han secularizado y entregado a una vida materialista y pecaminosa. Al declinar la religión cristiana, declinó también la moral política y social. Esto también sucedió con el pueblo de Israel; en su prosperidad se olvidaban de Dios, tan solo se acordaban de Él cuando sus enemigos amenazaban con la guerra (Jue 4:1-3). Entonces, ¿tenemos derecho a esperar que El Señor nos conceda tiempos de paz solo para que la gente continúe alejándose de Él y viva más en el pecado insultando así su santo nombre? Las guerras nos pueden llevar a una reflexión seria de sí Dios es nuestra prioridad número uno en la vida.
Como evangélicos entendemos que Dios tiene una voluntad perfecta para todas las cosas, pero muchas veces, por la dureza del corazón humano, actúa bajo su voluntad permisiva. Esta claro que el Señor no desea las guerras ( y si no existen más es por su misericordia) porque sabe que son consecuencias graves del pecado y de la carnalidad del hombre, y no primariamente debidas a crisis políticas y socioeconómicas como algunos interpretan:
¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?... (St 4:1-2). La Biblia no aísla la guerra como un hecho aparte diferente de otros hechos pecaminosos; es una de las consecuencias del pecado. Pedirle a Dios que prohiba toda guerra es pedirle que prohiba una consecuencia particular del pecado, y sabemos que existe la ley inmutable de la siembra y la siega. El Señor respeta esta ley (Ro 1:18-32), y por ello en su sabiduría y omnisciencia permite ciertas guerras para que el hombre recoja los frutos de su pecado, y también porque tiene planes elevados que redundarán, al final, en beneficio de su gloria. Habacuc preguntó a Dios por qué no impedía el ataque de los caldeos contra su pueblo, pero el Señor le dio a entender a lo largo de la conversación cuáles eran sus propósitos al permitir esto. Cuando el profeta comprendió la justicia y la sabiduría de Dios estallo en gozo y fe, pues alcanzó a contemplar el asunto de la guerra desde la óptica divina.
En tiempos de paz consideramos el pecado como algo liviano y pensamos con cierto optimismo que en el fondo los hombres no son tan malos, pero llega la guerra y el corazón humano nos revela su maldad y perversidad. Las guerras nos obligan a examinar sobre que fundamentos edificamos nuestra vida, y nos plantea el interrogante de por qué la raza humana actúa tan cruelmente. El hombre en su orgullo e insensatez rehusa oír que es pecador y sigue pensando que los conflictos bélicos pueden ser evitables si aplican buenas políticas. Tiene una confianza ciega en sí mismo y cree que puede crear un mundo justo sin Dios. Lo que el ser humano no quiere aprender por la predicación del evangelio en tiempos de paz, Dios se lo tiene que revelar a través del sufrimiento en tiempos de guerra a fin de mostrarle su naturaleza caída y las consecuencias del pecado. El amor de Dios que el hombre rechaza en tiempos de paz, quizás lo acepte si viene la aflicción en tiempos de guerra.
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