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El origen de las estrellas

El Gran Cañón, Arizona
4 de enero
hora del atardecer: 5´25 p.m.


Borde Norte
(a unos 2.400 metros de altura)

El Gran Cañón es un laberinto. De rocas, de tribus, de sendas y cascadas por las que discurren sombras que forman curiosas formas sobre el inmenso hueco en la tierra. “Ésta sí que es una herida”, dice una voz a mi izquierda. La voz pertenece a Powell, un geólogo que, tras unos cafés me ha invitado a acompañarl
TIERRAS AUTOR Daniel Jándula 16 DE JUNIO DE 2007 22:00 h

Nos encontramos al borde del cañón, a punto de entrar en un mundo que educa la vista, pero que también es cruel, estéril, inquietante por su silencio y su aridez. Un canto de halcón baja hacia el suelo. Si miramos hacia arriba, nos recibe un cielo tan profundo que no nos deja sumergirnos en él. Aquí es donde el hombre recuerda que hubo un Creador, y que el hombre es el perdedor si pretende competir. Tanta inmensidad puede asustar. El agua que todavía corre, y que empezamos a ver temblar cuando iniciamos el descenso, es de un raro metal líquido. A partir de aquí, dice Powell, sólo sirve nuestra audacia y nuestro sentido común. Intento recordar si tengo algo de eso en mi mochila. El plan es desviarnos ligeramente del sendero de Widforss, para que los árboles no nos impidan las vistas que nos interesan, y llegar a la mitad del sendero más arduo del Gran Cañón, el Kaibab, el único del borde norte que desciende a las profundidades del cañón.

A los veinte minutos ya no me acuerdo ni de cómo hemos llegado aquí. Si toco las paredes rojas con sus finas capas de hielo, parece que todo está pintado, que todo es de mentira, que nada hay tan tranquilo. “Si podemos hablar en diez minutos – susurra Powell – es que vamos a buen ritmo”. Él es un experto montañero. Yo sólo soy un infiltrado en un modo de vida para el que hay que estar más que preparado. Nuestras botas cramponadas susurran al deslizarnos por el sendero estrecho que conduce al majestuoso surco. “Pisamos tierra sagrada”, según Powell. Un buche de agua cada media hora. Me siento mucho más seguro y confiado que en otras caminatas. Quizá sea porque la vista me aturde los nervios. El geólogo sonríe. Debo tener una cara de bobo impresionante. “Aquí han vivido generaciones enteras, aunque no lo parezca”. Yo apenas puedo decir algo aparte de un “Ooh”.

Vuelvo a tocar la piedra, pues es curioso cómo el viento y el agua pueden esculpir estas formas. El tiempo es un caballo que se desboca con gran lentitud, por eso sus pisadas son tan profundas, y el tronar de sus cascos estremece tanto. Desde donde estamos, los puntos más lejanos, las paredes que se encuentran hacia el cabo Royal Road, nuestro punto de destino de mañana, se nos antojan hermosísimas cortinas estáticas. El atardecer viene.

No faltan aventuras. A la mitad de camino, Powell se detiene y pega el oído al suelo, como sus antepasados hopi hicieron. Voy a decir algo, pero me pide silencio, y que nos ocultemos en un recoveco de una pared junto al camino. Me pide que esté quieto, que no haga ruido, hasta que él lo diga. Pasan los minutos, y parece que nada ocurre. De pronto, unos cascos grises asoman. Powell me aguanta el brazo, temiendo que salga de donde estamos... yo no sería capaz ni de moverme de la intriga. Una mula aparece y, después de mirar en varias direcciones, como orientándose, prosigue su camino. Cuando el animal está a unos treinta metros de distancia, mi guía me dice que ya podemos salir y continuar. Yo estoy tan extrañado, que no digo nada al respecto. A veces no es necesario hablar, y menos en este extraño lugar. Casi es como si aceptase que cualquier cosa puede suceder, y por lo tanto, sólo hay que evitar que este trozo de aparente realidad que somos destaque demasiado.

Tras cuatro horas, y casi un par de kilómetros - ¿cuántos kilómetros necesita recorrer un hombre, para ser considerado como tal?, cantaba Bob Dylan –... llegamos a la zona de acampada, donde varios tipos como nosotros también se reúnen junto a una hoguera cuyo resplandor hace vacilar nuestros ojos. Después de cenar mi sandwich de jamón y lechuga, escucho a los geólogos hablar de sus cosas durante un rato. Estamos en el lugar donde más investigaciones se realizan. Hace mucho tiempo, tanto que la cifra resulta igual de irreal que el paisaje, una gran sección de lo que vino a ser la parte del sudoeste de Estados Unidos comenzó a elevarse. La presión causada por la colisión de las placas tectónicas empujó la Meseta del Colorado desde cerca del nivel del mar hasta superar los 3.000 metros de altura. Sorprendentemente, este levantamiento se produjo sin demasiada inclinación o deformación de las capas. Algunas zonas se elevaron aún más alto. La sección del cañón que se ve desde el borde norte está tallada a través de una protuberancia en la parte sudoeste de la Meseta del Colorado llamada Kaibab. ¿Por qué el cañón atraviesa esta elevación, en vez de rodearlo? En eso están investigando, desde la época del primer geólogo que descendió al cañón, también llamado Powell, allá por 1863.

Apagamos la hoguera. Tumbados boca arriba, les cuento un poco de dónde vengo, y qué hago aquí. Me piden que cuente una historia, “de esas que se os ocurre a los británicos”. Mirando al cielo, inundado de estrellas, me acuerdo del comienzo de un libro de Graham Swift, El país del agua, donde se habla de qué son esos puntos de luz en el aterrador vacío del universo. De modo que les cuento de dónde vienen: las estrellas son el polvo plateado de la bendición de Dios, trozos desprendidos enviados desde las alturas para nosotros... cuando Dios vio cómo se portaba el hombre, detuvo su avance y las dejó colgando eternamente. Aunque parezca imposible, yo me dormía de pequeño con historias de este tipo. Los geólogos no dicen nada, casi ni respiran. El único sonido real es el de la respiración de las estrellas, y el único olor es el de la soledad, mezclada con carbón vegetal y con la piedra dormida y roja.

Sólo tumbado en el fondo de este cañón, en este libro de historia del tiempo, se puede contemplar el cielo y sentir vértigo a la vez.
 

 


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