La fiebre por armarse hasta los dientes que experimentaron tanto el Primer como el Segundo Mundo tuvo graves consecuencias sobre el Tercer Mundo, que cada vez estaba más endeudado. La carrera armamentista del Norte indujo en el Sur un rearme progresivo. Los países industrializados fabricaban y vendía armas a los que estaban en vías de desarrollo, contribuyendo así a la proliferación de guerras civiles y luchas tribales en dichos países. El tráfico de armas se incrementó notablemente en el hemisferio sur y esto hizo que aumentara la deuda externa y la pobreza. De ahí que el presidente Eisenhower llegara decir que: “cada fusil que se fabrica, cada buque de guerra que se bota, cada cohete que se lanza significa... un robo a quienes tienen hambre y no tienen qué comer, a quienes tienen frío y no tienen con qué abrigarse” (Stott, J.R.W.,
La fe cristiana frente a los desafíos contemporáneos, Nueva Creación,
1999: 111).
Además, las luchas armadas de los países pobres incrementaron la degradación de los sistemas naturales. La pobreza era el principal motivo por el que se talaban los bosques, se sobre-explotaban los pastos y la población rural se diseminaba en busca de alimento. Por tanto, la carrera armamentista del Norte destruía tanto al hombre como al medio ambiente de los países pobres del hemisferio sur. La espiral del miedo, que había dado lugar a la cultura de las armas, significaba muerte para el ser humano y para la naturaleza en que éste habitaba.
No obstante, a finales del segundo milenio de la era cristiana se produjo un acontecimiento que cambió radicalmente el rumbo de la historia. El derrumbamiento del muro de Berlín fue la constatación del desmoronamiento del estatismo soviético y la posterior desaparición del movimiento comunista internacional. Esto puso fin a la guerra fría que durante años había mantenido enfrentadas a las dos potencias principales, Estados Unidos y la Unión Soviética. También disminuyó algo el peligro de un holocausto nuclear ya que se empezaron a desmantelar por ambas partes muchos proyectiles atómicos. Rusia y el resto de las repúblicas soviéticas no pudieron mantener en pie su antigua superpotencia ya que ésta no se apoyaba sobre una economía suficientemente productiva, ni tampoco su sociedad era lo bastante abierta y democrática. Los ciudadanos soviéticos que todavía creían en los valores solidarios que llevaron a la creación del Estado comunista, comprobaron con desengaño cómo una élite de burócratas perversos había engañado durante bastantes años a todo un pueblo. Una vez más la historia demostraba que no es sensato confiar en las promesas y utopías sociales de los hombres.
Pero, por desgracia, a pesar del final de la guerra fría, la amenaza nuclear no ha desaparecido por completo de nuestro mundo. El sueño de Mijaíl Gorbachov, el presidente soviético que se atrevió a lanzar su
perestroika o reforma aperturista del sistema político, fue el de “un mundo sin armas nucleares”. Sin embargo, este sueño no se ha cumplido todavía y parece que, tal como están las cosas, será muy difícil verlo hecho realidad. Como escribió el teólogo protestante Jürgen Moltmann: “La humanidad perdió en Hiroshima, en 1945, su “inocencia atómica”, y ya no volverá a recobrarla” (Moltmann, J.,
La justicia crea futuro, Sal Terrae, 1992: 37). Todo parece indicar que estas palabras eran certeras.
Cuando un país adquiere armas atómicas y se transforma en potencia nuclear da un salto inmenso hacia la destrucción de la humanidad. Es capaz de decidir acerca del destino de miles de millones de personas y de toda la biosfera. El legado histórico de las culturas de la antigüedad, el equilibrio ecológico del planeta así como el potencial genético del futuro está en sus manos y amenaza con desaparecer de la faz de la tierra. Frente a este inmenso poder suicida, la política internacional se debilita y casi deja de tener sentido. El planteamiento de que una guerra nuclear podría limitarse sólo a un área geográfica restringida goza de poca credibilidad entre los expertos. Todo esto hace que el problema de las armas nucleares rebase con mucho las consideraciones políticas o éticas para adentrarse en el terreno de la fe y la religión porque, con la bomba atómica, el hombre se convierte en dios de su propio destino y responsable de la supervivencia de la humanidad.
Sobre la cabeza de la aldea global penden hoy dos poderosas bombas que a modo de espadas de Damocles pueden desprenderse en cualquier momento. Se trata de la temible conflagración nuclear a que nos referimos, pero también de la profunda división económica Norte/Sur.
El Primer Mundo no sólo ha fabricado un gran arsenal nuclear para sí, sino que también ha vendido todo tipo de armas -incluidas las atómicas- a numerosos países del Tercer Mundo. Esto constituye una segunda bomba de relojería capaz de estallar en cualquier momento, como se demostró con el ataque integrista de Bin Laden a las Torres Gemelas de Nueva York.
¿Cuánto tiempo más podrán aguantar los países pobres, hambrientos, hiperarmados y dispuestos a luchar? A la siempre amenazante bomba termonuclear hay que añadir el poder destructor de esta otra bomba, la de la miseria que puede llevar a la rebelión contra el mundo rico. Este peligro existirá mientras se sigan desviando importantes recursos vitales hacia fines militares y no se solucione el abismo económico existente entre el Norte y el Sur.
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