La violencia y la crueldad son realidades propias del espíritu humano. Desde que Caín se levantó contra su hermano Abel para quitarle la vida, la violencia se diseminó por la creación dando lugar a un sinfín de enfrentamientos bélicos. En el Antiguo Testamento es posible leer hasta 313 veces la palabra hebrea milhamâ que se traduce por “guerra” o “lucha”, mientras que en el Nuevo -y esto es muy significativo- el término equivalente, polemos, sólo aparece en 18 ocasiones. Es menester reconocer que las guerras no sólo han ocupado un lugar destacado en la historia de la humanidad sino también en las sociedades veterotestamentarias.
La Biblia se refiere con frecuencia a guerras defensivas, guerras de conquista, guerras ganadas por Yahvé así como a leyes para la guerra o contra ella. El hecho de que Palestina ocupara un lugar geográfico estratégico entre Mesopotamia y Egipto la convirtió pronto en foco permanente de enfrentamientos armados. Desde entonces, la guerra ha constituido el modo de vida del ser humano a lo largo de toda la historia, aunque durante la primera mitad del siglo XX adquiriera una especial virulencia e intensidad. Las múltiples contiendas a muerte han demostrado que, tal como señaló Hobbes, el hombre sigue comportándose como un lobo para el hombre.
En la actualidad, con la llegada de la tecnología nuclear y los proyectiles dirigidos vía satélite, el “arte de la guerra” ha experimentado cambios espectaculares que lo han vuelto mucho más mortífero e instantáneo. La destrucción masiva y sistemática sobre objetivos precisos parece ser la estrategia adecuada para vencer los combates en la aldea global. Sin embargo, hoy se tiende a disimular tales contiendas con la intención de volverlas más digeribles al espíritu del hombre civilizado.
Para que la guerra sea más aceptable ante la opinión pública de las naciones democráticas avanzadas, se procura respetar a la población civil o en su defecto se habla de “daños colaterales” o de “fuego amigo”. En la pelea actúa generalmente un ejército profesional que intenta por todos los medios hacerla corta, rápida y muy destructiva, ya que si se alarga demasiado existe el peligro de que los ciudadanos de Occidente empiecen a cuestionar su legitimidad, como está pasando en Irak. Los militares no sólo han de estar pendientes del enemigo sino también de la opinión de sus propios conciudadanos. Por ello se ven obligados a ocultar ciertas acciones y a controlar la información o a censurar las imágenes que llegan al espectador medio.
La guerra penetra en los hogares por medio del receptor de televisión que ofrece una visión depurada de la muerte y el sufrimiento humano. Antiguamente, en los circos y coliseos, los romanos preferían las luchas asesinas en directo, hoy las mostramos entre candilejas para no herir demasiado la sensibilidad del televidente pero, en el fondo, siguen alimentando el mismo espíritu morboso de siempre. Los informativos que comunican las noticias bélicas son los que captan un mayor índice de audiencia. El ciudadano del mundo globalizado se ha convertido en un continuo espectador. Los acontecimientos se suceden incesantemente por la pequeña pantalla. Hasta los mayores asesinos pueden ser entrevistados para justificar sus acciones como si fueran estrellas cinematográficas, mientras que las diferentes cadenas se disputan la posibilidad de asistir a cada una de sus matanzas, convirtiendo así la guerra en un serial televisivo.
Frente a tanta publicidad de la violencia el espectador llega a acostumbrarse a la sangre y al dolor ajeno. De alguna manera se hace cómplice de lo que ve mediante su pasividad e impotencia.
Como escribe Enzensberger: “El horror transmitido por las imágenes acaba por convertirle a uno en terrorista o en voyeur. Cada uno de nosotros está expuesto a un chantaje permanente. Porque sólo aquel que se ve obligado a ser testigo ocular puede ser el destinatario del reproche de qué piensa hacer contra las tropelías que se le muestran. Y por esta vía el más corrupto de todos los medios de comunicación, la televisión, se erige en instancia moral” (Enzensberger, H. M., Perspectivas de la guerra civil, 1994: 68).
Las imágenes de la guerra apelan a nuestras conciencias, al corazón de Occidente que cree haber monopolizado la civilización y la moral mundial. Pero, ¿qué puede hacer el espectador? ¿qué actitud cabe ante el horror de la guerra-espectáculo? Se dan dos sensibilidades radicalmente opuestas: la de quien deja florecer en su interior sentimientos de culpabilidad que transforma en donativos para los afectados y la de aquél que se siente impotente, se encierra en sí mismo y elude cualquier responsabilidad moral.
Si quieres comentar o