La potencia era tal que saltaban considerables trozos de piedra y la arena le tapaba los hombros. Repetía el proceso de cavado y tamizado continuamente, sin preocuparse en absoluto de la humedad de la cueva o la dureza de su trabajo. Cada cierto tiempo, se detenía, miraba los restos sobre el tamiz, pegando casi su cara al objeto, y después los lanzaba bien lejos. Suspiraba, parpadeaba un par de veces, y vuelta a empezar. Fuera de la cueva, el mundo continuaba, las estrellas resplandecían y morían, dejando paso al amanecer y al canto de los pájaros.
En el sueño, volvía a introducirme en la cueva, y parecía que el tiempo no había pasado, como si tuviera un ritmo diferente al exterior. El buscador de oro estaba quieto, y había un reflejo de luz diferente al de su lámpara, casi consumida: sobre el tamiz descansaba una pepita de oro, de un tamaño importante, con forma de higo. La sonrisa blanca del buscador resaltaba sobre la suciedad y el sudor. El brillo en sus ojos recordaba la imagen de Jacob Kent de
La quimera del oro, un hombre “lleno de avaricia todos los días de su vida”. Limpiaba la piedra amarilla con mimo y cuidado, y me desperté justo con la imagen satisfecha del hombre que mordía la pepita para comprobar su dureza y autenticidad.
Y entonces encontré cierto sentido a ese sueño, que volvía desde hace unos días a mi cabeza una y otra vez, y al que ya había dado muchas vueltas. Empecé a pensar en el tamiz, y esa es nuestra vida:
Dios hace con nosotros lo que el buscador de oro hace con la piedra que excava. De un lado a otro nos vamos zarandeando, se mueve nuestra sustancia interior, y no vemos otra salida. Nos vemos lanzados hacia terrenos que no sospechábamos. Perdemos el control, en otras palabras, y lo que creíamos seguro, de repente se desvanece. Desaparece el suelo bajo nuestros pies.
Eso es el vértigo, es el miedo. El que nos hace aferrarnos al siguiente objeto que nos mantiene sobre la superficie, aunque sea un objeto mucho menos firme que el anterior. El gran mal es la incertidumbre. Y cuando no hay algo a nuestro alrededor que nos parezca seguro, nos lo inventamos… para eso sí que tenemos imaginación. No es bueno preocuparse del mal que hay en el mundo, ni dejarse llevar por los excesos de las cosas buenas, que también las hay, olvidando lo importante. No es bueno preocuparse si la vida va haciendo eses, o se está moviendo violentamente.
Punto y seguido. Eclesiastés lo advierte muy claramente: claro que hay un cómo y un cuándo, o un tiempo y un juicio, pero no lo sé. Es otra forma de decir: si no sabemos de qué va el mundo, ¿por qué inventarnos las reglas? Eclesiastés 8:8 dice: “No hay hombre que tenga poder sobre el aliento de vida para poder conservarlo, ni potestad sobre el día de la muerte. Y no valen armas en tal guerra, ni la maldad librará al malvado”. De nuevo el miedo, y la medida de las cosas según nuestro criterio, se ven destrozadas por una gran verdad: no controlamos para nada nuestra vida.
A lo mejor es porque estoy un poco sombrío esta mañana, pero sólo puedo decir que la estupidez del ser humano a veces escapa a cualquier conciencia. El periódico de Jamestown presenta un titular que ya leí en Londres hace tiempo: “la probabilidad de que Dios exista es de un 62%”. Y todavía hay quien dice que no es tan malo, que otro dijo que la probabilidad era de un 54. Para una persona con dos dedos de frente, la probabilidad de que exista es, o de un 0%, o de un 100%. Puede creer que existe Dios o que no, pero aquí no puede haber medias tintas.
Es como la teoría del caos: entre otros ejemplos, el aleteo de una mariposa, uniéndose al resto de las masas de aire, puede provocar un tifón en el otro extremo del mundo. El creyente es igual que una mariposa. Quizá algo pequeño. Algunos ejemplares más bellos que otros. Algo que por su apariencia carece de importancia. Pero aquí me acaba de decir otro sabio guía, que la salud de un trozo de campo se conoce por una cosa: el hecho de que haya mariposas. Jamestown está hoy lleno de mariposas amarillas. Las mariposas, a pesar de su vuelo zigzagueante, sacan lo mejor de sí mismas, su poderosa lengua, y se nutren de las mejores flores. Y su minúsculo aleteo puede parecer poca cosa, pero contribuye a ese tifón, a ese huracán.
No creo que los huracanes se formen por las mariposas, sino que este ejemplo nos muestra que las cosas en apariencia significantes estabilizan y dan sentido a nuestro mundo. Tampoco todo lo que hagamos tiene proporciones épicas. A menudo hay que mantenerse a flote, y eso ya es un logro.
Jamestown, al borde de una esquirla en la bahía de Chesapeake, está lleno de barcos, a modo de pequeños museos, con tamices de hace siglos, enclavados en bosques donde las mariposas algonquinas revolotean ajenas a la historia. Mañana parto en uno de esos barcos hacia Isla Roanoke, para coger un avión que me llevará al otro extremo del país.
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