¿Cuáles son los principales valores que se potencian y promocionan desde la publicidad o desde la mayoría de los programas de la televisión? ¿Se trata de los mismos valores que a los cristianos les interesa transmitir a sus hijos?
En primer lugar, habría que señalar que uno de esos valores es el de la anhelada felicidad. La televisión es experta en mostrar toda una profusión de caras sonrientes, satisfechas, en actitudes eufóricas -histéricas a veces- que suelen estar vinculadas siempre a los productos promocionados. Pero la mayoría de tales spots son un chantaje al espectador, basado en una promesa de felicidad fácil. El mensaje que se transmite es que la felicidad consiste en tener o consumir, lo cual genera lógicamente un afán de posesión en las personas.
Otro valor familiar entre los mensajes televisivos es el del éxito, sea éste social, económico o sexual. Según tal punto de vista, la vida sería sólo para los triunfadores. Y, por supuesto, el triunfo iría asociado a los productos que se intentan vender. Lo mismo ocurre con la idea de la competencia o la agresividad profesional. Para poder triunfar en la actualidad habría que ser el primero en todos los campos de la existencia humana. Y lograrlo sería muy fácil ya que en cada caso habría un determinado producto para conseguirlo.
También se promociona el valor de la libertad. Pero generalmente se trata de una libertad falseada, trivializada, del estilo de escoger entre una lata de Coca-Cola u otra de Pepsi-Cola. Se pretende vender libertad, cuando en realidad se está apelando continuamente a la autoridad, al mimetismo o a la esclavitud de la moda.
Por lo que respecta al sexo se promociona una sexualidad mercantilizada, una especie de instinto erótico que sólo triunfaría gracias a la utilización de los objetos anunciados.
La imagen de la juventud se usa de manera ingenua, o absurda, para convencer al espectador de que la posesión de tal o cual producto lleva asociado inevitablemente el elixir de la eterna juventud. Otro tanto ocurre con la belleza. La aplicación sistemática de pomadas, cremas, perfumes o pócimas de todo tipo se presenta como elemento clave para el triunfo en la vida. La consigna parece evidente: “los feos no triunfan nunca”. Esto genera un
culto a la apariencia y a la estética. Aquí el mensaje sería: “para convertirse en ganador no hace falta ser, basta sólo con parecer”. Se trata, en el fondo de una auténtica sustitución de la ética por la estética y de un culto al cuerpo, como si éste fuera la única dimensión del ser humano.
Asimismo la comodidad como negación del esfuerzo, nos sugiere que todo en esta vida es fácil y puede conseguirse al instante. No hace falta paciencia, espera, estudio, trabajo o lucha.
Igual ocurre con la idea del lujo, la moda, el prestigio o el poder, valores que estarían íntimamente relacionados con las marcas de ciertos productos maravillosos. La moda es uno de los grandes mitos de nuestro siglo que se ha convertido casi en un fetiche. A menudo se valora más la marca que la calidad real del producto. En el fondo, se juega con el deseo humano de singularizarse, distinguirse y sentirse aceptado e integrado.
Por último, también el culto a la fama como suprema aspiración humana, se ofrece al módico precio de ciertos productos. Con frecuencia, entre el objeto anunciado por la publicidad y el valor promocionado no existe la más mínima relación. Incluso en determinados casos se da una auténtica contradicción entre producto y valor. Las bebidas alcohólicas, por ejemplo, suelen promocionarse por la televisión, asociadas a la virilidad, al machismo y al éxito sexual, cuando se sabe a ciencia cierta que el abuso del alcohol comporta precisamente todo lo contrario, una cierta impotencia o, por lo menos, el debilitamiento del impulso sexual.
Pero la imagen publicitaria no es más que el síntoma de una sociedad basada en el consumismo, las diferentes categorías sociales, el materialismo y esa tendencia absurda a crearse necesidades innecesarias. En la aldea global se vive hoy con la sensación de que todo se puede comprar y vender. Todo sería mercancía, incluso los valores y las personas. Todo tendría fecha de caducidad, hasta las relaciones de amistad o el matrimonio. De ahí que se la haya denominado la “sociedad del Klennex” (Lipovetsky, 1994), ya que lo característico sería: usar y tirar.
En esta particular aldea de lo novedoso se sigue potenciando ante todo la escala social y la división en categorías sociales. No se trata sólo de la antigua lucha de clases a que se refería Marx, sino que hoy se promueve también otro tipo de luchas sociales, entre guapos y feos, jóvenes y viejos, triunfadores y fracasados o entre autóctonos e inmigrantes. La sociedad materialista reduce casi todos los valores, hasta los más entrañables, a la posesión de objetos materiales y esto crea la falsa sensación de que la solución de los problemas está siempre fuera de la persona, nunca en su interior. En realidad, las imágenes que presenta la publicidad constituyen el síntoma de una sociedad absurda que gasta la mayoría de sus esfuerzos, no en satisfacer las necesidades reales del ser humano, sino en crear otras ficticias que le alienan y esclavizan todavía más.
Se ha dicho de los publicistas que son los “mercaderes del descontento”, porque en algunos casos aprovechan el desagrado de las personas, mientras que en otros, lo crean.
Muchos spots publicitarios son los “modernos cuentos de hadas” que ofrecen una visión de la vida y del hombre completamente falsa e imaginaria.
Casi nunca tienen en cuenta realidades como la enfermedad o la muerte. No ayudan al televidente a asumir los fracasos de la vida porque se pretende que no hay fracasos que no puedan superarse mediante el consumo. De manera que el consumidor acaba siendo una especie de paciente reconfortado por la terapia instantánea de la publicidad y del producto todopoderoso. Se tiende así a perpetuar eternamente en el adulto, la inmadurez propia del niño. Desde luego, muchas imágenes cotidianas mienten descaradamente.
Si quieres comentar o