En el monte con Jesús

Me gusta pensar que el Maestro disfrutaba compartiendo acerca del reino de Dios a quienes se les acercaban. Aunque lo más probable, es que muchas de sus paradas en el camino, tuviesen más que ver con el cansancio y el agotamiento propio del largo día de tránsito recorrido, que con intención de sermón alguno.

Los que hemos imaginado más al Cristo Dios que al Jesús hombre, nos hemos olvidado que él tenía necesidad de comer y beber como cualquier otro ser humano, e igualmente, precisaba detenerse de continuo a cada paso del camino para descansar y tomar aliento.

Hace unos días me encontraba visitando la Iglesia Amor y Fe de mi buen amigo el pastor Oscar Mina. Era un miércoles por la noche y la jornada había sido agotadora. Cuando llegué, tan solo tuve que caer rendido sobre la butaca, para darme cuenta que mis fuerzas me habían abandonado por el resto del día.

Volví mi cabeza hacia atrás con la intención de ver la audiencia de la iglesia en ese día, y al hacerlo, me encontré con algunas miradas sonrientes y complacientes de que les visitase nuevamente. La última ocasión fue seis meses atrás, y en aquella cita, predique y canté por más de una hora y media a aquella congregación. En ese instante me di cuenta que aquella comunidad esperaba algo similar para esa tarde. El problema es que casi no podía mantenerme en pie por cinco minutos más debido al cansancio extremo.

Comenzó el tiempo de la alabanza. Me encontraba tan abatido que decidí cerrar mis ojos por unos minutos. Al fin y al cabo, estábamos en una iglesia, y que mejor lugar para dar un sueñecito con apariencia de oración (a quién me pregunte después: negaré haber escrito esto).

Pocos minutos después, con los ojos entreabiertos, detuve la mirada sobre la gran escalera que conducía al altar. Fue entonces cuando lo pensé: “qué bueno sería poder compartir a la iglesia sentado sobre uno de esos escalones”. La moqueta, a escasos metros de distancia, se me antojaba bastante blandita e incluso cómoda. Aunque pronto deseche aquella loca idea; parecía completamente fuera de lugar ese pensamiento.

En un acto reflejo, abrí mi pequeña Biblia de viaje. Mi mirada se dirigió al azar sobre un pasaje en el evangelio de Juan:

“Después de esto, Jesús fue al otro lado del mar de Galilea, el de Tiberias. Y le seguía gran multitud, porque veían las señales que hacía en los enfermos. Entonces subió Jesús a un monte, y se sentó allí con sus discípulos” (Juan 6:1-3).

Levanté mi cabeza y regresé a mirar aquella alfombrada escalera. La conformaban entre cuatro y cinco escalones. “Suficientes para alojar un cuerpo como el mío” pensé.

Nuevamente, volví sobre el pasaje leído. Pero esta vez me detuve en el último versículo: “Entonces subió Jesús a un monte, y se sentó allí con sus discípulos”.

Erguí mi cabeza hacia la cubierta de aquella antigua y esplendida capilla y musitando le pregunte al Señor que quería enseñarme. “Busca la intimidad con el maestro” parecía decirme una voz dentro de mí. “Sienta a mis discípulos en el monte” continué escuchando.

Estaba absorto en estos pensamientos cuando el pastor Mina me invitó a subir a la plataforma a traer la palabra. “¿Qué haré ahora?” me dije…

Agradecí al pastor su presentación (la cual no escuché), tomé el micrófono, y comencé a leer el pasaje de San Juan. La audiencia estaba sumergida en un profundo silencio.

Seguidamente, me senté sobre aquella vieja y alfombrada escalera “realmente era confortable” pensé. E invité a los hermanos en la iglesia a pasar al frente y sentarse en el suelo también enmoquetado. Aquel altar, era lo más parecido que teníamos a un monte donde se sentase Jesús con sus seguidores ¡hasta la moqueta era verde!

Para mi sorpresa, la congregación respondió a mi llamado de inmediato. En sólo unos minutos, varias decenas de personas de todas las edades y géneros, se encontraban sentadas sobre el mullido suelo del altar ¡hasta el pastor con sus piernas cruzadas sobre el suelo! Desde luego, aquello era una escena poco o nada habitual en iglesia alguna.

Comencé a compartirles según el Espíritu me daba que hablará; y El deseaba enseñarnos respecto a la cercanía con el maestro.

Una suave brisa del Espíritu Santo comenzó a soplar sobre aquel lugar. Por primera vez -en todos los años que llevo en la iglesia- observé un escenario que me sorprendió. Algunos en el piso estaban recostados sobre otros (¿recuerda hechos similares en los evangelios?). Otros se hallaban, literalmente tumbados sobre el piso, con sus brazos bajo la cabeza como quien mira el cielo y se admira. Uno podía advertir las miradas de complicidad entre los miembros de esta preciosa iglesia. ¡Se sentían como verdaderos discípulos sentados a los pies de Jesús! ¡Pocas veces me he sentido tan cerca del maestro como esa noche! Y creo que aquella congregación experimento la misma impresión.

Si decidiese agregar alguna palabra más a lo dicho, pecaría de exceso. Lo sucedido habla por sí mismo.

Como iglesia, pastores, directores de alabanza o discípulos en general, necesitamos desesperadamente la cercanía con el maestro, sólo que a veces, nos encontramos tan “embutidos” en complicados sistemas de fe y de liturgia que somos incapaces de hacerlo.

No esperes -como hice yo- a que en la debilidad de tu flaqueza el Señor te ministre con su suave voz y decide hoy sentarte en el monte; en el monte con Jesús.