Experimentar con la distribución, los colores, los materiales. Da como resultado verdaderos santuarios urbanos, espacios en el corazón de la ciudad o perdidos en oscuras y solitarias zonas industriales. Es el concepto arquitectónico de loft, todo un redescubrimiento de viviendas en grandes espacios y sin paredes, pero también refugios de creatividad, para artistas que necesitan espacio y soledad, superficie y silencio a partes iguales. En medio de una ciudad cuna del textil como es Terrassa, permanecen medio dormidos gigantes a punto de ser derribados, naves que hacen las delicias de algunos románticos como Maribel Ruiz Figueras (Barcelona, 1946), pintora, artista, creadora de texturas y sensaciones.
Maribel trabaja en un loft, un espacio en el que entró hace un par de años y que ella misma considera todo un “milagro”.
Su casa, llena de cuadros hasta los topes, se había quedado ya pequeña, y Maribel, dirigiéndose a Dios una mañana decía: “Si quieres que sea artista, necesito espacio”. Y fue a caminar por una zona de naves industriales, encontrando su estudio actual, un lugar que amenazaba casi ruina y que después de una concienzuda reforma se convirtió en eso, en un milagro. Maribel casi ni recuerda desde cuando pinta. Puede hablar con alguien pero, a la vez, hacerlo con un cuadro o una silla (la otra gran especialidad de Maribel, transformar sillas en verdaderos cuadros en tres dimensiones): “Ya estás bonita, pero no. Te miro, te repaso”.
Hace nueve años, el tenor italiano Luciano Pavarotti quedó prendado de una de sus sillas, expuesta en una sala de Barcelona, durante un paseo por la ciudad horas antes de un concierto en el Camp Nou dentro de la gira de los tres tenores (junto a Josep Carreras y Plácido Domingo).
Maribel ha transgredido con su obra cualquier límite que impone un lienzo. Ella, pinta y transforma. Plasma en su creación un color que, a menudo, nos cuesta encontrar en el propio mundo real, aunque también ha pasado por fases ocres, terrosas, en las que el color se ha diluido hasta convertirse casi en un mero recuerdo. Siempre manchada de pintura, concentrada en su trabajo. “Sí, éste es mi trabajo”, explica, “aunque mucha gente no lo entiende y cree que tan solo es un hobby”. Esa niña que suspendía matemáticas y sacaba sobresalientes en dibujo, estaba predestinada, aunque recuerda con cierta amargura como su entorno le impidió continuar con su verdadera vocación. “Deja de dibujar”, es una desafortunada frase que todavía recuerda. Superada la treintena y un divorcio, Maribel renació en todos los sentidos, como creyente y como pintora
. En 1980, entró en la iglesia evangélica de la calle Aragón de Barcelona por casualidad, “siguiendo a un perro que iba perdido”. “Yo pensaba sobre esa gente que de qué iban, qué se suponía que ese Jesús quería de mi”. Y a los pocos meses, se bautizaba.
Ahora, tiene claro que “sigo el impulso de Dios en mi vida”. Maribel, además del arte, tiene el don de la comunicación, de poder entablar conversación con cualquier desconocido y conseguir que a los pocos días visite una iglesia. Maribel habla, pero también escucha. Su propia vida refleja altibajos, emociones, dudas, pero desde hace tres décadas con el rumbo fijado en el que le ha marcado Dios. “¿Me enrollo mucho, verdad?”, pregunta con un aire de alguien que nunca ha abandonado parte de su infancia, aunque también tuvo que convertirse en adulta de golpe. Maribel entiende su fe como su arte, intentando dar color a un mundo oscuro. Aunque en algunos momentos huya a blancos puros, a ocres terrosos, a grises plomizos, siempre vuelve a su particular explosión de color, a su calidoscopio particular, a su pop art, a su Warhol, a su Chagall, a su cascada de creatividad. “Hasta los intestinos los tengo de color”, dice riendo. Eso sí, la pureza de su estilo le lleva a trabajar con colores limpios, directos; Maribel nunca ha utilizado esas paletas tan asociadas al imaginario de cualquier pintor, sino que mezcla colores directamente en el lienzo, unos colores que acaricia hasta que se funden en el punto justo de fusión y libertad.
Su arte empezó con el dibujo naturalista, un estilo que “me abuuuuuuurre”, sentencia. Definirse como pintora es como pedir a un músico que resuma sus influencias en cinco palabras: “Hago arte abstracto, con toques figurativos y un aire al fauvismo que practicaba Chagall”. Pintar es, para ella, su estilo de vida, su hobby, su trabajo, su amigo, su soledad, su refugio, su presencia y su ausencia en el mundo, su libertad y su esclavitud, su mirada distante y su toque cercano: “Me lo paso de muerte, aunque lo defiendo con mucho sacrificio e incomprensión”. El día de la entrevista, Maribel estaba cargando su diminuto Corsa de cuadros para un cliente: “Si no fuera por el Señor, no aguanto”, comenta mientras estudia como evitar que el freno de mano traspase un lienzo. “Mucha gente asocia ser artista con ser bohemio y, claro, no creyente”, argumenta. Ella, rompe el cliché. ¿Bohemia? No puede negarlo, viendo su entorno alejado de los pisos Ikea, sus horarios intempestivos y su prisma particular a través del que ve la vida. Pero también creyente, con una sonrisa perpetua que regala con generosidad.
Maribel entró hace unos trece años en el circuito, duro, de las exposiciones. Y no ha parado. Empezó en galerías y salas locales, pero desde entonces Nueva York (en varias ocasiones), Londres, Innsbruck, Tokyo o Washington han sido testigos de su obra, aunque también cuenta con exposición permanente en el Hotel Estela de Sitges, verdadera cuna del modernismo catalán un siglo atrás, y el restaurante La Cúpula de Barcelona.
Parte de su obra puede verse en la web
www.maribelruiz.com En el fondo, Maribel es una modernista que nació tarde, amante de narrar historias al mundo con su color, capaz de entablar una tertulia durante horas y de abrir las puertas de su casa a todo el mundo. Sin prisas, sin presiones mundanas. Con una sonrisa. Con color. Mucho color.
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