12.00 p.m. Paseo descalzo por la moqueta del hotel. Estiro los brazos, las piernas, la espalda. Limpio los zapatos con un cepillo de pelo blanco y blando. Reviso las páginas de los últimos días.
12.22 p.m. Me aseo. Huelo todos los botes de gel que encuentro. Con calma, como preparándome para un gran acontecimiento, con el cosquilleo en el estómago vacío. Hay que estar preparado siempre. No olvido las orejas. Me enjuago la boca con un líquido rosa fluorescente. Algo sorprendente: por debajo de la puerta del baño entraba un chorro de aire frío. Como no sabía qué hacer para entrar en calor, he abierto todos los grifos de agua caliente, formando una masa de aire caliente, que al chocar contra la masa de aire frío que entraba por debajo de la puerta, han formado un momentáneo tornado dentro del baño, arrastrando consigo papel higiénico, pasta de dientes, espuma de afeitar y a un servidor. Después ha llovido, pero con eso ya contaba. Me parece relevante contarlo aquí mientras descanso atravesado en el plato de la ducha.
12.47 p.m. Aún conservo la carta que me ha traído hasta aquí, que ha traído como el torbellino de antes aventuras y ricas ilusiones. El papel sigue siendo amarillo, pues siempre fue esta su característica. Y sigue diciendo:
Nedham, 43 Red Street. 30 de noviembre. 14 horas. Cuide de este pequeño.
Si necesita algo de él, no dude en hacer un buen uso. Gracias de antemano, T. Miro hacia el rincón donde está el maletín. “Vuelta a casa”, le digo.
13.01 p.m. Tomo un tentempié. Me pongo el abrigo. Me quito el abrigo. Me lo vuelvo a poner y ya estoy listo para salir a la calle.
13.14 p.m. Me quedo mirando un cuadro de esos en tres dimensiones que hay colgado en el vestíbulo del hotel. No veo nada. El recepcionista dice que es un coche. A partir de este momento, veo un poco raro. Le pregunto por Red Street. No la conoce.
13.25 p.m. Pregunto a varias personas. Un camarero me ofrece un café por la respuesta. La respuesta es “no lo sé con seguridad”. Pero el caballero que comparte barra conmigo dice que está yendo hacia el oeste, pero que en centro de la ciudad no está.
13.39 p.m. Me vuelvo loco. Un cartero me dice que esa calle ya no existe. Bueno, que la calle sí pero no con ese nombre, que ha pasado a llamarse Boot(1). Me miro a los zapatos, a ver qué opinan ellos. Dice que pregunte en la gasolinera, que allí creen saberlo todo. No me gusta ser maleducado, pero tampoco impuntual, así que le grito gracias mientras le dejo quejándose de los empleados de la gasolinera.
13.57 p.m. Gracias, son todos muy amables, pero nadie me da una respuesta satisfactoria. De haberles hecho caso a todos, habría acabado en el pueblo de al lado. Me dicen que acaban de inaugurar una, de nombre Red Boot. Me siento, desesperado y frustrado en un escalón. Apoyo la espalda en un mástil. Miro hacia arriba y enseguida me pongo en pie. Una flecha apunta en una dirección, y reza: Red. La otra apunta a otro lado y dice: Boot. Obviamente, corro hacia Red, prometiéndome que compraré un plano de la ciudad antes de ir preguntando. Al menos aquí.
14.02 p.m. Jadeando, me planto en la calle Red. Es una calle estrecha, solitaria, y bonita. Empieza, o desemboca, según se mire, en una plaza soleada, de círculos verdes, bicicletas y gente que pasea al perro y lleva periódicos en la mano. Espero no haber llegado tarde. El número 43 está cerca de la plaza y me siento a esperar.
14.12 p.m. Me paseo, un poco nervioso. Voy del 43 al 41, luego al 45, y vuelta a empezar. De cuando en cuando me quedo mirando a alguien con pinta sospechosa. ¿Sospechosa de qué? Vamos, he contado los días, las horas, y al final los minutos para llegar a este momento. Creo que es el momento de acabar con esto.
14.30 p.m. Empiezo a pensar que no vendrá nadie. Es lo que suele pensar uno cuando lleva veintiocho minutos esperando. Ahora sé lo que es querer dejar de esperar y que algo dentro de ti diga que sólo un poco más. Un hombre de sombrero de ancha ala se detiene a mi altura y me mira. Saco pecho y alzo el maletín. Él mira la hora, me mira a mí, como si yo fuera el reloj, y el reloj fuera el tipo al que hay que ignorar, y se marcha finalmente.
15.00 p.m. Sé que no vendrá nadie. Sí, ya lo he dicho antes. Pienso que cuando menos me lo espere, aparecerá. Aunque, a veces hay que tener en cuenta que quizá sea uno quien está demasiado empeñado en que tiene que ocurrir, que no he reparado en ciertos detalles. Saco la carta. Dice el día, el mes, y la hora. Pero no el año. Me pongo nervioso de verdad. Enfrente una cafetería pone el cartel de ABIERTO, y espera como yo a que alguien llegue. Ya que no ha ocurrido lo que esperaba, al menos haré ese favor a un prójimo. Me tropiezo al entrar con un señor que se parece un poco a mí. Nos disculpamos mutuamente. Está visto que este plan no ha funcionado. Habrá que poner otro encima de la mesa. Deshacer lo andado, buscar la dirección correcta, y continuar. Me siento en una mesa, pongo el maletín a un lado, y miro al frente. Me quedo de piedra cuando leo esta cita enmarcada, con parte de mi reflejo atrapado en su cristal:
“Paraos en los caminos, mirad y preguntad por las sendas antiguas, cuál sea el buen camino. Andad por él y hallaréis descanso para vuestra alma” (Jeremías 6:16)
1) (Nota del T.): ‘Boot’, bota.
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