Por el lado de quienes se proclaman defensores de la vida desde su concepción hasta la muerte natural, existe una confusión integrista que les lleva a exigir que sus creencias religiosas se hagan vigentes en la vida pública por parte de un Estado laico. Sin duda que tienen derecho a sus creencias, y les asiste el mismo derecho a expresarlas y difundirlas. La cuestión se hace problemática cuando se pretende que esas convicciones de fe sean acatadas por el conjunto de una sociedad. La jerarquía de la Iglesia católica, acostumbrada a no dar explicaciones sino a repartir excomuniones, tiene inmensos problemas para dialogar con los que, para empezar, rehúsa dar reconocimiento de interlocutores. El peso de su herencia medieval es asfixiante, para esa cúpula es inaceptable tenerse que
rebajar para dar explicaciones a una ciudadanía a la que ve como feligresía pero no como hombres y mujeres con derechos a normar su vida con creencias plurales.
La embestida contra los legisladores del Distrito Federal impulsores de la ley despenalizadora ha sido dirigida por los altos clérigos católicos y organizaciones sociales y partidistas cercanas a las enseñanzas de la Iglesia católica, pero en esa cruzada (término que en sí mismo lleva una carga ominosa) no han faltado integrantes de otras iglesias, entre ellas evangélicas y de otras confesiones que se identifican con alguna corriente del cristianismo. En esta alianza la primera voz la ha llevado el representante del cardenal Norberto Rivera Carrera, quien no considera importante estar presente cuando el grupo ha dado conferencias de prensa. ¿Será porque piensa que el resto del conjunto no es de su nivel? A tan dispuestos corifeos del arzobispo es necesario recordarles el desprecio con el cual el “príncipe de la Iglesia” (por su condición de cardenal) se ha referido en múltiples ocasiones a confesiones cristianas que no son católicas romanas, especialmente las de corte pentecostal, con el peyorativo término de sectas. No debieran olvidar que la jerarquía católica pugnó por mantener un status de privilegio en la Ley de Asociaciones Religiosas y Culto Público que hace década y media readecuó las relaciones Estado-Iglesias, ni que históricamente el catolicismo se opuso fieramente a que en México se decretara la libertad de cultos por Juárez en diciembre de 1860. El argumento entonces usado para oponerse fue que en un tópico tan trascendental, el de la verdadera religión y su necesaria protección por el Estado, no cabía la libertad de conciencia.
A la Iglesia católica no le ha ido muy bien en los debates históricos sobre la libertad de conciencia. Desde el siglo IV, cuando se consolida la unión del cristianismo católico con el Estado imperial, hubo núcleos de cristianos que vieron en ello una adulteración de la fe cristiana porque entendieron que era un contrasentido usar la fuerza política, y militar, para expandir una creencia que según el Evangelio predicado por Jesús necesariamente debía abrazarse de manera voluntaria. Los disidentes tuvieron presente que el Estado no debía obligar a las personas para que observasen las normas éticas proclamadas por Jesús el Cristo. ¿Cómo podía hacerse obligatoria una ética que su fundador no impuso a nadie? Jesús invitaba a hombres y mujeres a seguirle (“si alguno
quiere venir en pos de mí…”, Mateo 16:24), lejos de él estuvo la tentación, que sí tuvieron varios de sus discípulos, de imponer y/o aniquilar a sus contrincantes o simples apáticos a su predicación.
Entre el siglo IV y el XVI existieron remanentes que reivindicaron su derecho a ser cristianos de manera distinta a la prescrita por Roma. A distintos de esos grupos la Iglesia católica les persiguió de manera sangrienta e inmisericorde. Sus controles se resquebrajaron ante los postulados de Martín Lutero, quien, a diferencia de reformadores anteriores a él, tuvo a su favor condiciones que lo protegieron del brazo inquisitorial romano. Fue la obtusa cerrazón del papado lo que radicalizó al teólogo alemán. La gesta luterana contra la Iglesia católica fue una lid por la libertad de conciencia. En palabras de Hans Küng, a quien Juan Pablo II, y su inquisidor Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, le impidieron continuar su labor docente como teólogo católico: “Desde la perspectiva de hoy día podemos comprender mejor la reforma como un cambio de paradigma: un cambio en la constelación general de la filosofía, la iglesia y la sociedad. De un modo comparable a la revolución de Copérnico en el cambio de un concepto geocéntrico a otro heliocéntrico del mundo, la Reforma de Lutero fue un cambio mayúsculo del paradigma católico romano medieval al paradigma evangélico protestante: en teología y en el ámbito eclesiástico equivalía a un alejamiento del ‘eclesiocentrismo’, humano en demasía, de la iglesia poderosa hacia el ‘cristocentrismo’ del Evangelio. Más que en otra cuestión, la Reforma de Lutero puso el énfasis en la libertad del cristiano”.
Cabe mencionar que esa libertad por la que Lutero con tanto vigor pugnó, pronto se le revirtió por parte de quienes hicieron diversas lecturas de la Biblia. El reformador alemán desató fuerzas insospechadas, las iglesias libres (las que
no se ciñeron al principio de según la religión del rey debe ser la religión del pueblo) se reprodujeron por todas partes y retaron tanto a los príncipes católicos como a los protestantes, con el argumento de que le fe debería ser libre y según el entendimiento que de ella tuviese cada grupo de individuos en su lectura de la Biblia. Entonces se comprobó que la libertad de conciencia siempre busca nuevos cauces. El anabautismo pacifista fue particularmente heroico en la defensa de este punto, lucha que le ha sido escasamente reconocida por los historiadores de la tolerancia.
Del breve recorrido histórico regresamos a los católicos, y sus temporales aliados de otras confesiones, que hoy exigen se rechazada la ley de despenalización del aborto. Arguyen que muchas mujeres abortan por estar en una situación en la cual son abandonadas, se quedan solas, sin asideros personales ni institucionales que les ayuden a llevar a buen término su gestación. Consideran, y me parece que con razón, que las instituciones públicas debieran dar diversos apoyos para que las mujeres se sientan seguras de que si deciden dar a luz su bebé tendrá condiciones que hagan digna su infancia. Es cierto que en la terrible decisión de abortar un alto número de mujeres alegan como causal su desamparo y ominoso horizonte que le espera a ella y a la criatura. ¿De existir todos los apoyos institucionales, públicos y privados, eso garantiza que todas las mujeres quieran concluir su embarazo con el nacimiento de un bebé?
Hay y habrá mujeres que deciden abortar aunque tengan o tuviesen la totalidad de apoyos y opciones que sostienen los que se oponen total y absolutamente a la interrupción del embarazo debe dárseles. Y aquí está el punto, un Estado laico, como el mexicano, debe garantizar la creencia en la sacralidad de la vida a quienes creen en ella y
no consideran como viable al aborto en su gama de decisiones. Pero también tiene que reconocer el derecho de quienes no se identifican con la creencia del origen divino de un óvulo fertilizado, o que sí creyendo en ello de todas maneras optan por abortar y sin la ley de despenalización, ya aprobada en comisiones por la Asamblea Legislativa del Distrito Federal, tendrían como única posibilidad el clandestinaje y muy altas probabilidades de caer en manos de negociantes que medran con la desesperación de quienes no quieren ser madres.
El de la despenalización del aborto es un tópico ético-moral, pero también lo es de salud pública. Yo creo en la sacralidad de la vida, pero tengo claro que en una sociedad plural hay quienes no comparten mi creencia. De la misma manera estoy convencido de que las creencias no se imponen, y en esta perspectiva aunque no esté de acuerdo con otras convicciones reconozco su derecho a elegirlas y actuar en consecuencia. Estamos ante un asunto de conciencia, y es en este ámbito donde cada quien debe resolver sus fronteras.
Me parece que hay mucho de farisaico en gran número de clérigos, católicos y evangélicos, que muestran acendrada preocupación por la vida desde su concepción hasta el nacimiento, pero se desatienden de las condiciones atentatorias contra la dignidad de los realmente nacidos y su progenitora. Lo único que les espera a tantos y tantos hijos e hijas no deseados es un infierno terrenal, que los va a devorar salvajemente. Si los argumentos de la conveniencia, para creyentes y no creyentes religiosos, de la vigencia del Estado laico en una sociedad crecientemente plural no les convencen a los clérigos y sus cercanos, tal vez sí pudiese hacerlo una enseñanza del Evangelio.
Jesús estableció como uno de los rasgos distintivos de sus seguidores la compasión, que significa padecer con. Es decir, hay que ponerse en el lugar del otro y tratar de comprender su tragedia, su dolor, y dejar los ánimos condenatorios que aquejan a los que se creen superiores a los demás. Parece que en lugar de compasión muchos se aprestan a recoger piedras.
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