La expectación de las imágenes se ha convertido en la nueva religión del mundo globalizado. La televisión representa para los ciudadanos de las sociedades modernas lo que el tótem para las tribus primitivas. Es el objeto fundamental de veneración y reverencia, signo de identificación individual o colectiva. Igual que los antiguos ídolos, la pequeña pantalla concentra las expectativas o temores del hombre actual y a ella se le sacrifica el tiempo que haga falta.
Para millones de criaturas, poder elegir entre los diferentes programas es lo más importante que ocurre en sus vidas. Se trata de una nueva religiosidad porque provoca un “re-ligare”, es decir, una nueva forma de atar al ciudadano con el mundo, de relacionarlo con la realidad. En muchas familias, este tótem televisivo condiciona tanto la organización del tiempo como la del espacio. De la televisión depende cuándo se acuestan, cuándo van al lavabo, cuándo comen y cenan, cómo organizan el fin de semana, el ocio, qué consumen e incluso hasta las relaciones sexuales vienen condicionadas a veces por la programación nocturna.
Sin embargo, se trata de un tótem que provoca una ambivalencia afectiva. Se la ama y, a la vez, se la odia, se la desea pero también se la desprecia. Todo ello se pone de manifiesto en los numerosos nombres con los que se designa al receptor de televisión: escuela paralela, aula sin muros, aula electrónica, caja sabia, caja tonta, caja mágica, niñera electrónica, tercer padre, etc, etc.
Según un estudio del Consejo de Europa, los jóvenes europeos pasan una media de 25 horas semanales ante la televisión. Si se mantiene esta dedicación, cuando estos jóvenes de hoy cumplan los 70 años, habrán estado un total de ocho años enteros ante la pequeña pantalla.
Leibniz decía que: “el que es dueño de la educación puede cambiar la faz del mundo”. Hoy es la televisión la que se ha convertido en instrumento privilegiado de penetración cultural, de socialización, de formación de las conciencias, de colonización o de transmisión de ideologías y valores. Porque, como señaló Feuerbach, nuestro tiempo “prefiere la imagen a la cosa, la copia al original, la representación a la realidad, la apariencia al ser”.
Incluso en ciertos círculos intelectuales, “ser” se ha convertido hoy en “ser visto en la televisión”. Quien no aparece con frecuencia en la pequeña pantalla es como si no existiera. Se supone que al que no se le invita periódicamente a posar ante las cámaras es porque no tiene nada interesante que decir. De esta manera el periodismo televisivo se erige en el juez cultural e ideológico que decide quien tiene algo interesante que aportar y quien debe ser marginado al ostracismo o al silencio.
De manera que la pantalla del televisor se ha convertido hoy en día en una especie de fuente para que se mire en ella Narciso. Pero el narcisismo contemporáneo sólo desea ver su propia belleza física. El humor, la diversión y la satisfacción egoísta parece ser lo único que tiene audiencia en la sociedad del bienestar y la abundancia. Por eso a quienes destapan la verdad, se les destierra al anonimato. Aquellos que se refieren al Evangelio para desenmascarar la insolidaridad narcisista de nuestro mundo y la necesidad de Dios que sigue teniendo el ser humano, no suelen ocupar casi nunca los asientos del plató televisivo. No cuentan para ese público que nunca lee y que está atado de pies y manos a lo que diga la televisión.
Si quieres comentar o