1967 fue un año pródigo para la narrativa latinoamericana, pues aparecieron también
Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante, y
Cambio de piel, de Fuentes. Ello manifiesta la forma en que el
boom se había impuesto definitivamente, de la misma forma que décadas atrás lo hicieron poetas de la talla de Neruda, César Vallejo y Vicente Huidobro. La literatura del continente había alcanzado su mayoría de edad y ahora la narrativa tomaba la estafeta gracias a la forma en que los escritores aprendieron a fundir sus recursos lingüísticos con la enorme veta que la realidad les ofrecía. Lo cierto es que la exhuberancia geográfica, histórica y cultural latinoamericana encontró en la novela una forma grandiosa de manifestación. No hay que olvidar los frescos narrativos de otros maestros como Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti y Agustín Yánez.
El profesor John S. Brushwood ha resumido de manera admirable los alcances de
Cien años de soledad en su panorama de la novela latinoamericana. Para él, desde la introducción es posible percibir la magnificencia narrativa. Las famosas palabras: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”. Explica Brushwood: “El narrador nos coloca inmediatamente dentro de tres aspectos temporales; miramos hacia el futuro, ‘muchos años después’ del supuesto presente y, al mismo tiempo, hacia atrás a ‘aquella tarde remota’”.(1) De esta manera, los mitos de Macondo comienzan a tener unas relaciones
sui generis con la historia de sus habitantes. A ello hay que agregar el contraste entre la historia tropical y la mención de la nieve, un contrapunto extraordinario.
Macondo, la aldea de 20 casas, es el punto culminante de la narrativa de Gabo, pues partiendo de los sucesos contados allí, se practica una suerte de historia familiar, regional, continental y universal, debido a la manera en que transcurre el tiempo desde el inicio mismo del libro. La vida del pueblo refleja, obviamente, la historia de Colombia, pero sus implicaciones “crean ondas de significación que abarcan toda Hispanoamérica y hasta la experiencia universal”.(2) El devenir económico del lugar, marcado por la plantación estadounidense plátanos, se va a pique cuando se marcha la empresa, un episodio común en varias regiones del continente. “Macondo refleja la influencia de la revolución y el progreso tecnológico”,(3) pues ambos fenómenos provienen de fuera y el pueblo tiene una dinámica propia, de manera similar al pueblo de mujeres enlutadas adonde transcurre
Al filo del agua, del mexicano Yánez, en los años previos a la revolución. La familia Buendía es el eje que articula los acontecimientos y en ella se dan cosas extraordinarias, con una verosimilitud que en el seno de otra historia resultaría inaceptable.
Los personajes, a su vez, se mueven en este escenario mediante cualidades insospechadas. La intención del autor de que los lectores acepten las situaciones más increíbles coloca la historia dentro de lo
carnavalesco, pero sin caer en los excesos de lo esperpéntico. Las cinco generaciones de la familia viven inmersas en el
realismo mágico, pero ya es tiempo de que esta categoría interpretativa deje de ser malinterpretada: no se trata de que lo maravilloso invada la realidad sino que está contenido en ella. Un ejemplo, el ascenso al cielo de Remedios, la Bella, sería impensable sin el dogma católico de la ascensión de la Virgen María (1950), visto ahora con la mirada de la imaginación: sólo la belleza merece perpetuarse y alcanzar a Dios. Esta percepción de la novela, junto a los sucesos como el niño que nace con la cola de cerdo, hacen de Macondo el escenario de lo maravilloso, pero ninguno de los personajes se sorprende por eso, pues
están acostumbrados a los prodigios.
La conclusión de Brushwood es digna de citarse: “El sentido de irrealidad [...] no tiene nada que ver con la invención del lenguaje; se crea con los acontecimientos, con lo que se le ocurre decir al autor.
Podemos dudar de lo que ocurre, pero nunca hay duda acerca de lo que dice el narrador”.(4) Reiteramos lo dicho: una realidad tan exuberante, reclama un lenguaje a su altura, más allá de cualquier exotismo. Acaso por ello, desde otro extremos del mundo, alguien como Salman Rushdie escribió
Hijos de la medianoche (1980)
, el equivalente de
Cien años de soledad en la cultura hindú, bajo condiciones en las que el escritor es exigido por su ambiente...
Finalmente, no debe dejar de mencionarse el tono bíblico y el simbolismo religioso de la novela. Cierto que, en ocasiones, se buscan paralelismos forzados en muchas obras, pero no es éste el caso. Juan Antonio Monroy lo ha expuesto magníficamente, siguiendo a Vargas Llosa, al señalar primeramente la inevitable presencia protestante debida a las jóvenes estadounidenses y la forma en que reacciona Meme y su tatarabuela, la anciana Úrsula, reaccionan para no ser seducida por la religión extranjera. Además, los habitantes de Macondo no habían sido bautizados hasta que llega el sacerdote Reyna. Vargas Llosa comenta: “Allí la religión se toma más alegre y superficialmente y se practica la superstición al mismo tiempo que el catolicismo [...] Cuando el viento final se lleva a Macondo, la religión era ya un cadáver”.(5)
Sobre la Biblia, Monroy subraya la presencia de los motivos del génesis, el éxodo, las plagas, el diluvio y el Apocalipsis final, pues, comenta, la novela resume “en un siglo los 1600 años de historia bíblica”.(6) Para él, partiendo de un contexto rigurosamente bíblico, el narrador describe al pueblo como un páramo apocalíptico en el que sólo falta un “ángel exterminador”. Incluso, agrega, la comparación entre Romanos 1 y la sección que narra la ruina física y moral de los Buendía, son textos paralelos.
Por todo esto y mucho más, la grandiosa saga de García Márquez es un festín interminable para cualquier lector que se precie de serlo, pues las dimensiones humanas del relato condensan prodigiosamente la experiencia humana.
1) J.S. Brushwood, La novela hispanoamericana del siglo XX. Trad. de R.L. Williams. México, FCE, 1984, p. 275.
2) Ibid., p. 276.
3) Idem.
4) Ibid., p. 279. Énfasis agregado.
5) M. Vargas Llosa, García Márquez: historia de un deicidio. Barcelona-Caracas, Seix Barral-Monte Ávila, 1971, pp. 516-517.
6) J.A. Monroy, “Gabriel García Márquez: Dios existe en Macondo”, en Los sueños de la razón. Terrassa, CLIE, 1995, p. 23.
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