El culto a la imagen virtual

Este hedonismo universal se detecta en múltiples comportamientos que van desde el deseo insaciable por comprar y consumir, hasta el anhelo de goce corporal o la tendencia al bienestar y a eliminar de la vida todo aquello que pueda resultar molesto u obligue a reflexionar. De ahí el éxito alcanzado por los medios audiovisuales de comunicación que han sabido respetar esa otra ley, la del mínimo esfuerzo, imprescindible para conquistar el corazón hedonista del mundo contemporáneo.

La Biblia recoge entre los mandamientos de Dios al pueblo hebreo las siguientes palabras: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de lo que está arriba en el cielo, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (Ex. 20: 4-5). Tales decretos pretendían inculcar al pueblo escogido, que vivía rodeado de vecinos politeístas adoradores de muchas divinidades celestes y nacionales, que sólo había un único Dios creador de todo lo existente y que era a él a quien debían adorar. Pues bien, en la actualidad parece que en este aspecto hemos retrocedido algunos milenios. La idea de un creador omnisciente ha perdido fuerza en ciertos sectores sociales, mientras que simultáneamente la tecnología ha facilitado el resurgimiento del ancestral culto a las imágenes.

La cultura de la imagen virtual propia de la era de la información ha reducido la realidad a un universo de representaciones y símbolos visuales. La idea de que “una imagen vale más que mil palabras” es la filosofía que ha desencadenado el doble paso desde la galaxia Gutemberg a la galaxia Marconi y de ésta a la de la televisión. La letra impresa se transformó -con el transcurso del tiempo- en ondas de radio y éstas finalmente fueron capaces de transportar imágenes centelleantes. La pequeña pantalla atrajo así la mente humana mediante su calidoscopio de colores, ya que consiguió ofrecer al espectador unos tres millones de puntos brillantes por segundo, y además le empezó a ahorrar el esfuerzo psicológico que supone la lectura. Ante el televisor ya no había que recuperar, traducir y analizar los signos pues la información entraba por los ojos y estaba lista para producir entretenimiento, diversión y placer. Por tanto, el ubicuo electrodoméstico se convirtió en el epicentro cultural de la sociedad global.

Sin embargo, lo más interesante estaba todavía por llegar. La posibilidad de integrar texto, sonido e imágenes en un mismo sistema capaz de interactuar desde numerosos puntos del planeta, en el tiempo que se deseara, y a lo largo de una red global, iba a revolucionar la comunicación humana. El invento del Internet no sólo ha modificado la relación entre las personas, sino que probablemente contribuirá también a transformar nuestra cultura. Los medios de comunicación ya no pueden prescindir de las imágenes. Éstas han entrado a formar parte de nuestras vidas. Vivimos incesantemente con y por las imágenes mediáticas. La civilización actual ha sido calificada por algunos sociólogos como la “cultura de la virtualidad real”, en la que “el hacer creer acaba creando el hacer”. Los medios actuales de comunicación son capaces de capturar la realidad y sumergirla en un mar de imágenes virtuales en el que las apariencias se convierten en la experiencia. Es lógico, por tanto, pensar que el bombardeo sistemático de estímulos visuales que realizan los mass media, pueda tener efectos secundarios o ejercer algún tipo de control sobre la conducta social.

No obstante, lo cierto es que la mayoría de las investigaciones en este sentido indican más bien todo lo contrario. Después de cincuenta años de estudio se ha visto que a pesar de la insistencia de los mensajes audiovisuales, publicitarios o de otro signo, sus efectos sobre la sociedad suelen ser muy limitados. No existen pruebas concluyentes acerca de que la televisión o cualquier otro medio audiovisual cause impactos importantes en la conducta de las personas. Al parecer, el espectador no estaría tan indefenso frente a lo que ve en la pantalla, ya que lo traduciría e interpretaría según sus preferencias o criterios personales. Además, se ha comprobado que de las aproximadamente 3.600 imágenes que transmite cada canal por minuto, el cerebro humano solamente respondería de manera consciente a un estímulo sensorial por cada millón enviado.

Desde luego, esto no significa que los medios de comunicación no ejerzan influencia sobre la población o que sus efectos sean insignificantes. Si fuera así, ninguna empresa comercial anunciaría sus productos en la televisión. Lo que sí parece cierto es que aquel primitivo pánico moral a las posibles repercusiones negativas de los medios de comunicación sobre la sociedad, debería moderarse ya que hoy se sabe que todo emisor organiza las imágenes que observa en función de sus propios códigos éticos, de su fe y sus convicciones personales. De ahí la importancia de que los niños -que carecen de códigos suficientemente madurados- no vean solos la televisión, sino acompañados por la opinión equilibrada de sus padres o de algún educador adulto. Pues, incluso aquellos asuntos negativos pueden convertirse en lecciones positivas si se saben explicar con tacto y sabiduría.

Víctor Hugo escribió en “Los miserables” que: “el porvenir está en manos de los maestros de escuela”, refiriéndose a que el futuro de una nación depende de la educación que reciben sus ciudadanos. Sin embargo, no siempre son los profesores quienes educan. Hoy, aparte del maestro tradicional, existen en la sociedad muchas más entidades que aspiran a enseñar o instruir a jóvenes, adolescentes y niños. Elementos como la televisión, la publicidad, el vídeo, el Internet, el cine, los juegos de ordenador, algunas revistas y ciertos cómics son utilizados a menudo como vehículos para transmitir ideas que responden a intereses particulares o egoístas.

No sólo asistimos a la proliferación de entes que contribuyen a adoctrinar, sino también a una confusión de valores y contravalores que se mezclan entre sí, pudiendo desorientar muchas conciencias infantiles e inmaduras, a menos que la información que se recibe sea convenientemente contrastada con la opinión de los educadores.

¿Cómo instruimos hoy los cristianos a nuestros hijos? ¿qué educación reciben en las iglesias? He ahí un reto que no debemos pasar por alto.