La arrogancia tradicional de unas iglesias que se limitaban a traducir lo que creían saber muy bien y que además del mensaje cristiano exportaban el colonialismo de su propia cultura, junto a sus mismas divisiones internas, no podrá prevalecer en un mundo que se ha globalizado y se ha liberado de la tutela de los países ricos. Inculturar el Evangelio es predicar al otro aquello que se lleva en el corazón y, a la vez, aprender lo que no se sabe de él y que nos puede enriquecer como personas. Es evidente que las iglesias cristianas colaboran al desarrollo de las culturas que evangelizan, pero también pueden recibir grandes enseñanzas de esas mismas culturas. E incluso, en esta peculiar inculturación de la fe, es posible que el evangelizador pueda resultar evangelizado en algunos aspectos.
No existe ninguna cultura actual que pueda presumir de tener el monopolio de la fe cristiana. Es verdad que al principio Dios eligió al pueblo de Israel para transmitir su mensaje de salvación en las categorías culturales hebreas. Pero a partir de los judíos, el plan divino se extendió al mundo griego, a los romanos y así a los demás pueblos de la tierra. Jesucristo asumió todas las culturas humanas. La totalidad de los hombres y mujeres del planeta fueron acogidos por el sacrifico redentor de Cristo, a través de su propia manera de ser, de su lengua, raza o civilización. El arrepentimiento sincero y la fe en el Hijo de Dios abren las puertas del Reino eterno a toda criatura, independientemente de cuál sea su procedencia cultural. Por tanto, como la fe y la cultura de cada persona se interpelan mutuamente, la Iglesia de Cristo deberá solidarizarse con todas las civilizaciones en el seno de la historia.
Aunque no hay fe sin cultura, lo cierto es que la fe no se puede reducir a una determinada cultura. El Evangelio deberá por tanto adecuarse a cada forma de ser. En este sentido, el apóstol Pablo escribió a los corintios en los siguientes términos:
“Por lo cual, siendo libre de todos, me he hecho siervo de todos para ganar a mayor número. Me he hecho a los judíos como judío, para ganar a los judíos; a los que están sujetos a la ley (aunque yo no esté sujeto a la ley) como sujeto a la ley, para ganar a los que están sujetos a la ley; a los que están sin ley, como si yo estuviera sin ley (no estando yo sin ley de Dios, sino bajo la ley de Cristo), para ganar a los que están sin ley. Me he hecho débil a los débiles, para ganar a los débiles; a todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos. Y esto hago por causa del Evangelio, para hacerme copartícipe de él” (1 Co. 9: 19-23).
El deseo del apóstol fue que las personas se convirtieran a Cristo y para lograr este objetivo subordinó todo lo demás. En estas frases se detecta un respeto especial hacia la sensibilidad cultural y religiosa de cada pueblo.
Pablo se acomodó a los sentimientos y la manera de pensar que tenían sus compatriotas judíos, pero también hizo lo mismo con los gentiles que eran culturalmente muy diferentes, así como con aquellos que tenían escrúpulos espirituales.
El apóstol se hizo de todo a todos. Asimismo en su epístola a los efesios habló de
“reunir todas las cosas en Cristo” (Ef. 1:10) porque él es
“aquel que todo lo llena en todo” (Ef. 1:23).
Según Pablo el objeto del plan divino era el ordenamiento de todas las cosas no a una cultura determinada, sino a Cristo como a su centro. Y este plan de Dios abarca a todas las criaturas y pueblos de la tierra ya que todos deben hallar en Jesús su punto de confluencia. Cristo es el principio y el fin de todo ser viviente, sea de la etnia que sea. Él es la razón última y el punto final de la historia de la humanidad.
De ahí que la inculturación del Evangelio no tiene por qué ser monopolio de una determinada cultura dominante o dominadora.
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