La Iglesia debe vivir en cada momento histórico sin detenerse o anclarse en un determinado período del pasado. Está llamada a ser crítica con todo aquello que deshumanice a la persona, pero tiene también que ser sabia y no lamentarse por el pluralismo contemporáneo. Más bien, debería usar esta oportunidad de tener muchas personas de diferentes religiones conviviendo juntas, para mostrarles adecuadamente el Evangelio de Jesucristo. Conviene recordar que, a partir de Pentecostés, la Iglesia habla todas las lenguas.
Los cristianos debemos salir a la intemperie y exponernos a los elementos plurales de hoy con la convicción que nos da la gran comisión de Jesucristo. No se trata de imponer la fe cristiana, como por desgracia se hizo en el pasado, o de adoptar una táctica puramente defensiva, sino de presentar la oferta de Jesucristo como la posibilidad más humanizadora. Es menester persuadir a las criaturas mediante una argumentación coherente y comprometida.
La Iglesia tiene que ser la levadura dentro de la masa que apueste decididamente por el ser humano y se haga solidaria con aquel que sufre. La postura cristiana actual no debiera ser la del fiscal airado que condena constantemente todo lo que ve, sino la del abogado dialogante que desea colaborar en la humanización de esta sociedad. El cristianismo debiera convertirse en la conciencia de la aldea global que mostrara la bondad y la verdad del Evangelio frente a otras concepciones que entorpecen el progreso moral y espiritual del ser humano. El amor de Cristo es el que de verdad hace creíble la fe cristiana. Si los creyentes constituimos comunidades que sirven a los demás, seremos el signo real de ese amor de Dios a todas las criaturas.
Uno de los mejores ejemplos que puede sernos útil para dar respuesta a todas estas cuestiones, se encuentra en el libro de los Hechos de los Apóstoles (17: 16-34). En aquella época Atenas era uno de los principales centros neurálgicos del mundo antiguo. Allí confluían muchas personas pertenecientes a diversas razas, lenguas, culturas y religiones. Pero donde la pluralidad se hacía más evidente era en la variedad de dioses y santuarios que adornaban la ciudad. El apóstol Pablo se dio cuenta inmediatamente de esta religiosidad pagana de los atenienses y de su predilección por “oir algo nuevo”. Les atraía la diversidad religiosa así como escuchar acerca de nuevas divinidades o cultos diferentes a los que ya conocían.
No obstante, lo primero que hizo el apóstol fue documentarse sobre la cultura y las religiones paganas de los griegos. Observó sus santuarios. Leyó las inscripciones que figuraban en el pedestal de sus ídolos. Se interesó por conocer el pensamiento de los filósofos y la literatura helénica. Y sólo después, estuvo en condiciones de presentarles el Evangelio de Jesucristo y de manifestarles:
“como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos”. Es decir, antes de inculturar el mensaje cristiano tuvo necesariamente que aprender cómo era la cultura a la que se dirigía. Y al realizar tal trabajo descubrió un importante hueco religioso que le sirvió para iniciar su predicación. El altar vacío con el lema: “Al Dios no conocido” fue el desencadenante de su magistral discurso evangelístico. Pues, en realidad, ninguno de sus oyentes conocía al verdadero Dios Creador del universo que él les anunciaba.
El mensaje del apóstol atacó directamente la multiplicidad de dioses y religiones. Su enseñanza se centró en que sólo existe un único Dios que es el Creador de todo cuanto hay y del propio ser humano. De la misma manera, sólo existe una “sangre” humana a partir de la que Dios hizo “todo el linaje de los hombres”. Por tanto, el politeísmo era la peor aberración en que podían caer las personas, igual que el racismo y la xenofobia son los principales cánceres capaces de destruir las sociedades de todos los tiempos. Sin saber nada de la moderna genética, ni del mapa del genoma humano, Pablo se adelantó a la ciencia actual deduciendo que no era posible hacer una valoración racista o discriminatoria de las distintas etnias humanas (Cruz, 1999: 230). Y si, por tanto, las diferencias en la pigmentación de la piel o el cabello, la forma de la nariz o la expresión del rostro son insuficientes para realizar una clasificación del ser humano en distintas razas, según reconoce hoy la biología, ¿qué sentido tiene hablar de la “pureza de la sangre” u oponer reparos al mestizaje genético de las personas? La Biblia no prohibe en absoluto los llamados matrimonios mixtos entre hombres y mujeres de diferente etnia, como piensan algunos. Hace dos mil años el apóstol Pablo acabó con estos mitos aunque, por desgracia, sus palabras no siempre se entendieron bien.
Pero si la unidad de la raza humana constituye una premisa fundamental del mensaje cristiano, la diversidad cultural existente en el planeta debe verse también como una consecuencia del mandato divino: “multiplicaos y llenad la tierra”. Pablo dijo que Dios hizo a los hombres
“para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación”. Esto constituye una proclamación de la diversidad étnica que se produjo después de la creación, así como una expresión del control divino sobre la historia y la geografía de la humanidad. Lo que el apóstol afirmó es que todo está en las manos de Dios, el tiempo, el espacio, la continuidad de los acontecimientos históricos y la pluralidad cultural del ser humano. Él sigue siendo el alfa y la omega, el principio y el fin, quien sostiene el cosmos y posee en su mano los hilos que mueven la historia de los hombres.
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