Mis dos hermanos menores y yo habíamos sido internados esa misma semana, tras un largo recorrido por diversos centros de tutela estatal. Aún estábamos adaptándonos al funcionamiento del colegio, a los nuevos tutores y compañeros, cuando me dispuse a subir aquella vieja escalera de caracol que me conduciría a mi sección. Fue entonces, cuando otro chico, a quien yo no había visto antes, me detuvo violentamente mientras colocaba su mano sobre mi pecho indicándome que subiese a la quinta planta, pues Raúl (vamos a llamarle así), quería hablar en ese momento conmigo.
En un instante, el cuerpo se me encogió. Raúl, no era un compañero más, se trataba del líder del reformatorio. Alguien de quien uno no se hace amigo, sino uno a quien aprendes pronto a temer. Lo mejor que te podía suceder era pasar desapercibido ante esta clase de delincuentes juveniles acostumbrados a implantar su reinado del terror entre sus compañeros. Siempre respaldado por una corte de chicos sin escrúpulos dispuestos a secundar sus ordenes al instante.
Comencé a subir mecánicamente los peldaños de la escalera, sin apenas percibir el crujir de la madera carcomida bajo mis pies. La cabeza me daba vueltas semejante a las agujas de un reloj solo que a mayor velocidad. Mientras, trataba de encontrar un escape mental a semejante situación. Por un momento, casi sentí alivio al pensar: “seguramente se ha confundido de persona” “no es a mi a quien busca”. En un intento del todo inútil por mantener la cabeza fría.
Aunque llevaba pocos días en el reformatorio de Carabanchel; oficialmente llamado “Colegio Hogar Sagrado Corazón de Jesús”. Las historias que se contaban sobre Raúl y los suyos te provocaban sudores fríos. Incluso habían trascendido a otros internados donde estuve. Y así, mis esperanzas de salir ileso de aquello, se iban desvaneciendo a cada paso que daba. En tanto, pareciera rememorar en carne propia los relatos que escuche de otros. Y aunque ascendía con la cabeza clavada en cada escalón que subía, podía sentir la mirada de Raúl y sus amigos desde lo alto de la escalinata atravesándome la nuca.
Raúl pareció hundir sus ojos en mí. Estaba flanqueado por dos compañeros quienes me miraban con falsa apariencia de lástima. Allí, bajo la azotea del último piso solo estábamos nosotros. Así que, fuese lo que fuera que sucediese, con seguridad no saldría de aquellas cuatro paredes con la bóveda de la escalera como único testigo mudo; no se sabría nunca lo ocurrido sin la declaración de los directamente implicados.
No dije nada; bueno, en realidad, no fui capaz de articular palabra. El gesto implacable y amenazante de los tres no me animaba a ello. Nos mantuvimos unos segundos en silencio hasta que alguien se atrevió a romperlo.
“Tengo algo muy importante que mostrarte” dijo Raúl abriendo sus ojos. Creo que no respondí, solo me recuerdo tratando de balbucear una respuesta… su rostro, iba adquiriendo un gesto de suspense por momentos. Junto a el, sus dos secuaces le miraban con mayor interés si cabe, expectantes ante lo que su jefe tenia que decirme.
“¡Soy el tío más limpio del reformatorio!” continuó, abriendo aún más sus ojos si cabe.
¡Ahora si que no entendía nada! ¿Me había hecho llamar solo para contarme lo limpio que era? Aquello no hizo sino confundirme más. Entonces, en un instante de valor, me atreví a levantar un poco la cabeza y observarle. La verdad, ¡tenia curiosidad por ver a alguien tan aseado! y con tanto interés por contármelo. Pero lo que vi no se correspondía con lo manifestado por Raúl. Llevaba el cabello largo sucio y lleno de grasa y vestía unos jeans y camiseta igualmente gastados y aparentemente no lavados en mucho tiempo.
“No te confundas por mi exterior” amplio rápidamente Raúl, como si leyese mi pensamiento. “La autentica limpieza esta en el interior” dijo con total convicción. “Mira, yo hace más de un año que no me baño” “ni una gota de agua a tocado mi cuerpo” continuó orgulloso. “¿No pondrás en duda mi palabra, tío?” dijo levantando la voz. “No, no, no…” acerté a exclamar. Llegados a ese punto, por nada del mundo deseaba enfadarle. Si me hubiese dicho que venia de escalar la cima del Everest, o de cruzar el océano a nado, mi respuesta hubiese sido igualmente complaciente.
Sus dos acompañantes le observaban atónitos. Pareciendo entender menos que yo. Pero Raúl no había acabado conmigo. Su afán era demostrarme a toda costa como era posible estar limpio sin tocar el agua más que para beberla. ¿Se imaginan de que manera? Como les decía, tengo el fotograma grabado en mi memoria; creo que nunca lo olvidare.
Se desabrocho el gastado jeans y con su mano izquierda se agarro los calzoncillos estirándolos de una costura para que yo los viese bien: “¡Mira! ¡Mira! ¡Blancos como la nieve! “ “¡No me he duchado en más de un año y mis calzoncillos están impolutos!” “¿Qué? ¿Es esto ser limpio? ¿Si o no?” Casi gritó. ¿Adivinan mi respuesta?
Han pasado ya unos años de aquella esperpéntica escena y con el transcurrir del tiempo la encuentro cada vez más divertida. Aunque en el momento no me lo pareció en absoluto, mas bien al contrario, como no es difícil sospechar. Lo mejor de la historia es que Raúl nunca más me utilizo como confesor particular. De hecho, no volvió a dirigirse a mí. Conducta que agradecí inmensamente, aunque otros no puedan decir lo mismo.
Seguramente, este joven, hoy día podría ganarse la vida anunciando detergentes para comerciales de televisión: “más blanco no se puede” ¿se imagina? “Lave su ropa de una vez para siempre”. ¿Sabe la pregunta que ingenuamente que me hice por mucho tiempo? ¿Cómo era posible que sin lavarse en un año largo este hombre vistiese calzoncillos inmaculadamente blancos? Bueno, confieso que aún no hallé la respuesta; aunque seguramente, como usted, la presumo.
“¡Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera se haga limpio!” Evangélio según San Mateo (La Biblia).
“En todo tiempo tiempo sean blancos tus vestidos y nunca falte ungüento sobre tu cabeza” Libro de Eclesiastés (La Biblia).
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