Más que fomentar la virtud, los guardianes de las conciencias se empeñan en tratar de refrenar la maldad mediante largas listas de prohibiciones. No se sienten cómodos en sociedades crecientemente plurales, buscan generalizar los valores particulares de la comunidad a la que pertenecen. Anhelan la uniformidad y se cierran a negociar cognoscitiva y valorativamente con los sustentantes de otras cosmovisiones. Para evitar malos entendidos subrayo que lejos estoy de propugnar el relativismo que considera a todos los valores iguales. Creo, en cambio, que es necesario un pacto social en el cual las sociedades enarbolan principios protectores de la dignidad humana. Al mismo tiempo es necesario mantenernos alertas de los autoritarismos que restringen derechos con el pretexto de hacerlo por nuestro bien.
Mucho de mi trabajo periodístico, en México, ha estado dirigido a criticar la hegemonía cultural católica que “argumenta” contra la decisión de los indígenas que optan por convertirse al cristianismo evangélico. A los indios e indias se les acusa de romper la unidad de sus pueblos, de traicionar a su cultura. Incluso los críticos de los indígenas protestantes justifican que a éstos se les persiga violentamente y se les expulse de sus poblados. Les niegan sus derechos humanos, uno de ellos es el de elegir nuevos referentes identitarios. No lo dicen abiertamente, elaboran intrincadas tesis antropológicas para justificar el inmovilismo, pero lo que está en la base de los razonamientos de los defensores de la identidad tradicional (irremediablemente ligada al catolicismo colonial), es la idea de que los indígenas no tiene derecho al cambio religioso y por ende cultural. Una visión así es paternalista, ofensiva para los indios porque pretende levantar un proteccionismo a fin de evitarles contaminaciones pretendidamente dañinas.
Conforme el cristianismo evangélico se extiende por América Latina, sobre todo en lugares donde ya alcanza importantes porcentajes de la población, vemos cómo algunos de sus liderazgos buscan influir en amplios espacios de la sociedad secular. Esto en principio es totalmente válido. El problema es cuando comprobamos que en gran medida las propuestas sociales de esos liderazgos son idílicas, con diagnósticos en extremo esquemáticos y del tipo “todos los males del país se solucionarán al momento que hombres (casi no incluyen a las mujeres) de Dios tengan el poder político en sus manos”. En cuanto a la ética de los ciudadanos su propuesta es prohibicionista, todos y todas deberán observar conductas puritanas.
En días pasados, al releer la nueva edición de un libro fascinante, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel, me topé con uno de esos prohibicionistas que parece tiene incontables discípulos hoy. Anthony Comstock nació en 1844, en New Canaan, Connecticut. En 1872 funda en New York la Sociedad para la Erradicación del Vicio. A Comstock no le gustaba que la gente leyera libros que él tenía por detestables. De hecho, anota Manguel, “habría preferido que no se inventara la lectura”, y su argumento era dizque bíblico: “Nuestro padre Adán no leía en el Paraíso”. Su forma de entender la Biblia era literalista, descontextualizada y alejada del Evangelio proclamado por Jesús.
Comstock, a partir de 1868, y por causa de un amigo que fue alejado del buen camino por leer un libro cuyo título no se sabe, decidió dedicar su vida a combatir literatura por él considerada perversa. Su temible Sociedad persiguió a editores y libreros, combatió y denunció públicamente a los diseminadores de impresos impíos. En 1913 Comstock le confió a un periodista sus éxitos: “En los cuarenta y un años que llevo aquí, he logrado que se declarase culpables a suficientes personas como para llenar un tren de pasajeros con sesenta y un vagones, sesenta de ellos con otros tantos pasajeros cada uno y el otro casi lleno. Además he destruido 160 toneladas de literatura obscena”. Por todas partes veía suciedad, en su óptica estaba ausente la rica antropología bíblica, a pesar de que su lectura cotidiana era la Biblia.
Dos años después de la muerte de Anthony Comstock, la que tuvo lugar en 1915, nos dice Alberto Manguel, el ensayista estadounidense H. L. Mencken certeramente resumió la lid del celoso guardián de conciencias como “el nuevo puritanismo […] no escéptico sino militante. Su finalidad no es ensalzar a los santos sino derribar a los pecadores”. Precisamente en esto último está la clave para saber discernir cuándo un personaje está más cerca de ser un perseguidor de fieles e infieles, que de una sana preocupación por la ética imperante entre personas y grupos de la sociedad. Vigilar y castigar es la obsesión de los purificadores a toda costa, en lugar del ejemplo propio y el ejercicio de persuadir mediante argumentaciones bien ancladas en el Evangelio liberador.
Queriendo evitarles el mal a las personas en las que tienen influencia, y/o desean tenerla, personajes como Comstock terminan imponiéndoles sus estrechos criterios. Aspiran a mantener en la minoría de edad mental a sus feligreses, nunca confían en el criterio de las personas. Siempre tienen que dictar a los demás lo que deben hacer. No educan sino que pontifican. Los otros solamente son receptores de órdenes, nunca sujetos capaces de discernir por sí mismos.
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