“La misma ley será para el natural, y para el extranjero que habitare entre vosotros” (Ex. 12:49);
“seis días trabajarás y harás toda tu obra; más el séptimo día es reposo para Jehová tu Dios; no hagas en él obra alguna, tú, ni tu hijo, ni tu hija, ni tu siervo, ni tu criada, ni tu bestia, ni tu extranjero que está dentro de tus puertas” (Ex. 20:9-10);
“y al extranjero no engañarás ni angustiarás, porque extranjeros fuisteis vosotros en la tierra de Egipto” (Ex. 22:21; 23:9);
“cuando el extranjero morare con vosotros en vuestra tierra, no le oprimiréis. Como a un natural de vosotros tendréis al extranjero que more con vosotros, y lo amarás como a ti mismo” (Lv. 19:33-34);
“un mismo estatuto tendréis vosotros de la congregación y el extranjero que con vosotros mora; delante del Señor, vosotros y los extranjeros sois iguales” (Nm. 15:15).
En el libro del Deuteronomio se llega incluso a proponer un impuesto social a cada judío para beneficiar a los menesterosos y también a los extranjeros:
“Al fin de cada tres años sacarás todo el diezmo de tus productos de aquel año, y lo guardarás en tus ciudades. Y vendrá el levita, que no tiene parte ni heredad contigo, y el extranjero, el huérfano y la viuda que hubiere en tus poblaciones, y comerán y serán saciados; para que Jehová tu Dios te bendiga en toda obra que tus manos hicieren” (Dt. 14:28-29). Pero, desde luego, donde la relación con el extranjero alcanza un grado superior es en el Nuevo Testamento. En el juicio de las naciones, se llega a decir que acoger o dejar de acoger al forastero equivale exactamente a hacerlo con Cristo:
“Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me recogisteis (...) Señor (...) Y ¿cuándo te vimos forastero y te recogimos, o desnudo y te cubrimos? (...) De cierto os digo que en cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mt. 25:35-40).
El mensaje cristiano no hace jamás acepción de personas porque entiende que el amor a Dios pasa inevitablemente por el amor al prójimo. Por tanto, cada creyente debe hacerse prójimo del necesitado, sea éste forastero o no.
Esto es una responsabilidad fundamental de cada discípulo de Cristo. De ahí que la Iglesia tenga que acoger al extranjero y facilitar su integración en el seno de la misma. Seguramente las congregaciones que entiendan esto y permitan que los creyentes recién llegados se conviertan en miembros activos de las mismas, serán ejemplos positivos no sólo para las demás iglesias sino también para la sociedad en su conjunto.
Es cierto que el tema de la integración social del inmigrante es delicado y matizable ya que depende de múltiples factores. También es verdad que las diferencias étnicas, culturales y religiosas hacen que unos grupos se integren mejor o más rápidamente que otros. Sin embargo, desde la fe cristiana hay que ser sensibles a las necesidades humanas de todas las criaturas que se ven obligadas a emigrar.
Estas cosas suelen percibirse de distinta manera desde el cómodo sillón del hogar, que desde una balsa repleta de inmigrantes que va a la deriva. Todo depende del “dolor” con que se mira. De ahí que los cristianos tengamos especiales motivos para convertirnos en defensores de los extranjeros.
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