Desde el corazón: carta a María

María fue una dulce injerencia en la vida de nuestra iglesia. Su presencia frenó la maquinaría y reclamó la atención, porque sus ojos grandes, profundos y sobre todo expresivos, atraían las miradas de modo irremediable.

Su cabello negro y encrespado sobre su tez oscura, ha transformado en festivo el color del luto.

Llegó a la iglesia fruto de una adopción y proveniente de la República Dominicana. Cada vez que la miro, no puedo evitar el pensar en sus padres biológicos y me impresiona el hecho de que exista alguien capaz de rechazar el cielo aun después de haberlo tocado.

CARTA A UN ÁNGEL DE COLOR
“Querida María:

Tal vez no lo sepas todavía, pero tú eres una niña singular, no sólo porque pocos recibirán una carta tanto tiempo antes de poder leerla, tampoco porque a tu corta edad has viajado más de lo que muchos viajaran en toda su vida. Eres especial, sobre todo, porque fuiste la respuesta a una oración…una oración larga y perseverante.

Pocos habrán sido enviados por Dios en contestación a tantas horas de plegaria. Porque tú, María, tardaste en llegar y es que Dios trabajó despacio contigo. Muchas horas de dedicación para entregar una joya pulida de acabado perfecto.

Hay una gran distancia entre la cama donde naciste y la cuna donde ahora duermes. Están muy alejados el vientre que te concibió y los brazos que hoy te acunan. Tu pasado y tu presente son singulares, porque Dios trabaja de forma singular con aquellos a los que escoge.

Hoy detuve mi paso para agacharme a mirarte. Me examinaste inquieta antes de sonreírme. Nunca pensé que una piel oscura pudiera irradiar tanta luz.

Fue entonces cuando tus grandes ojos se encontraron con los míos y con tu limpia mirada comenzaste a hablarme... eran destellos de vida que hubieran hecho callar al más elocuente orador. Me dijiste que Dios es sabio. Que te hizo llegar en el momento justo. Sin un minuto de anticipación y sin un segundo de retraso. Los brazos de tu madre te envolvían cuando me hablaste de que Dios es bueno, que escucha el clamor de los suyos, que suple con creces sus necesidades.

Envolvía tu manita en la mía y tu, con un guiño inimitable me preguntaste ¿Por fin has comprendido cuanto ama Dios a mis papás?

Asintiendo con la cabeza me incorporé y seguí mi camino con la clara impresión de haber conversado con un ángel de dulce mirada.”

Dedico este artículo a cuantos tuvieron el valor, y también el amor, para adoptar. Lo dedico, además, a cuantos fueron adoptados y son capaces de corresponder con su cariño y gratitud, a sus padres adoptivos.