Me encuentro, una vez más, en medio de algo inmenso. Que no sé controlar. De nuevo, me han dicho que tengo que ir a otro aeropuerto. Concretamente al de Des Moines. Como hasta dentro de dos días no hay vuelo alguno, debido a las fuertes ráfagas de viento y densas nubes que se forman por aquí de vez en cuando, me fijo en el nombre de un pueblo en el que parar un par de días: Independence.
¿Es esta mi situación? ¿Refleja esta palabra mi posición, mi función en el mundo, en este viaje? En el aire de este pueblo huele permanentemente a cocina, una mezcla peculiar de aceite de girasol reutilizado, de zanahoria y judías ligeramente tostadas. Huele a manteles blancos con bordados de generaciones y generaciones; huele al tío sentado en la hamaca leyendo un periódico gigantesco, mayor aún que el británico… un periódico del que se desprende la tinta con facilidad; huele a calma, y el horizonte es muy bajo y el terreno muy plano, y todo es tan inquietante. Me siento como en otro mundo y parece que el que escribe esto es otro, puesto que ya nunca más seré el mismo.
¿Me siento cómodo aquí? ¿Acaso se trata de eso, de estar cómodo… no se trata de aprender a caminar en este mundo, de aprender a vivir y a dar sentido a otras vidas? Me quedo en una casa amarilla grande y, tras dejar el escaso equipaje, decido dar una vuelta por las calles, siempre recubiertas de césped medido, que seguramente ha pasado por alguna competición. ¿Cómo se decide entre varios trozos de césped al ganador, al más limpio, cuando todos a simple vista aparentan iguales? ¿No ocurre lo mismo con las personas, todos similares, pero tan diferentes a la vez? Crecemos como el césped, cada uno a diferente ritmo, con una frescura particular y personal, pero somos tan frágiles. Parece que somos independientes, y sin embargo no elegimos, ni somos dueños de nosotros mismos, a pesar de que eso sea lo que nos resulta más atractivo. Algunos reciben más mimo, y otros pasamos por las inclemencias de la lluvia y el barro… pero la tierra es dura.
Paso ante la primera iglesia desde que he llegado al país. No parece diferente a una casa, salvo por la enorme cruz vacía que destaca en el lateral. Es el único edificio por aquí que proporciona sombra e invita al cobijo. Refresca. Un cartel situado en un lado privilegiado, para que se pueda ver desde la carretera, anuncia la denominación de la capilla:
Iglesia Wesleyana. Por fin me encuentro con un pequeño recibimiento, y me siento un poco en casa: John Wesley era de Epworth, hacia el nordeste de Inglaterra y cerca de Leeds, como mi abuela; y como mi abuelo, era el decimoquinto hijo. En la escuela me contaron la historia de este caballero intrépido como unas mil veces, y siempre me ha encantado oír la historia de su viaje en barco a Georgia, donde en medio de mil tempestades y un mar de acero, se sentía impresionado por el valor de sus hermanos alemanes que con su calma contrastaban los gemidos y la pérdida de compostura de los viajeros ingleses.
Entro en la iglesia y, tras la puerta principal que enseña un austero y acogedor recibidor, puedo leer: Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará Cristo (Efesios 5: 14). Entre los sucesos y sentencias que nos narraron en la escuela como origen de los metodistas, hay un pequeño párrafo de una cita de Wesley que recuerdo con claridad meridiana:
<< El pobre pecador, a quien no se ha despertado, no tiene, por mucha que sea su sabiduría en otras cosas, el menor conocimiento de sí mismo, y en este respecto “aún no sabe nada como debe saber;” ignora que es un espíritu caído, cuyo fin exclusivo en este mundo es recuperarse de su caída y volver a obtener la imagen de Dios en cuya semejanza fue creado. No ve la necesidad ni aquello que es indispensable: ese cambio completo e interior, ese renacimiento, figurado en el bautismo, que es el principio de esa renovación radical, de esa santificación del espíritu, alma y cuerpo sin la cual “nadie verá al Señor.” >>
Me hace gracia que esta pequeña iglesia haya decidido conservar lo de “wesleyana”, en lugar de cambiar a “metodista”. Wesley celebró su ochenta y cinco cumpleaños dando gracias a Dios por su salud inquebrantable, y me pregunto si duraré tanto… si todos duraremos tanto, y en qué estado quedaremos. Me quedo un rato sentado en un durísimo banco de madera, pensando en muchas de las cosas que nos contaban en la escuela. Algunas más acertadas, y otras no tanto, pero sí reconozco que salí con bastantes armas para la gran batalla de la vida.
Tengo que ser sincero y decir que estoy, mientras escribo esto, como si me hubieran transplantado de un terreno áspero al césped del que procedí.
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