- Hablabas… ejem… de las propiedades del asfalto y de que lo tenemos TODO.
- Eso es… eres un tipo atento, me caes bien… ya lo dije cuando te recogí… en estos tiempos ya no es seguro recoger autostopistas. No puedes fiarte ya de nadie, porque muchos… ahí fuera hay muchos personajes cuya mano derecha no sabe lo que hace la izquierda… sí señor… vaya, me he vuelto a perder… ¿de qué hablábamos?
- Del asfalto y…
- Sí, señor… tienes una gran conversación… me caes realmente bien… como te decía, lo tenemos… ¡eeeeh! ¡¡¿dónde has aprendido a conducir, cateto?!!... ahí está lo que te decía… tenemos de todo. Eres un inglés con suerte... ¿sabes qué decía mi padre de la suerte? Era un gran sabio.
- No, no sé…
- Decía que lo mejor de la suerte era que no existía.
Muestro mi acuerdo con la frase. Con la paradoja de usar la palabra suerte cuando quiere decirse “falta de fe”. Este ha sido hasta ahora el conductor más interesante con el que me he cruzado, aunque no deja hablar. Llevo unas tres horas desde que me recogió y ya estoy deseando llegar a mi destino: Mason, Iowa Resulta que en Bagley no hay vuelos hacia el Atlántico.
La única forma de llegar a Massachussets es cogiendo el avión en el aeropuerto de Mason, que me deja en Nueva Jersey, y de ahí a mi destino sólo un salto. Hay unos doscientos kilómetros de autostop todavía, y mucho tiempo para pensar. Este caballero me suelta en un pueblecito llamado Sleepy Eye. Son las tres, una buena hora para soñar despierto(1). El asfalto despide un vapor denso, y el olor a gasolina se expande, se asienta sobre mis párpados. El amable y dicharachero hombre calla por un momento, y el ronroneo del automóvil se interrumpe con un chirrido de ruedas y un pequeño derrape.
- Ha sido un placer llevarle y hablar con usted – dice.
- Gracias – sonrío ante la palabra “hablar”.
Me fijo en él y no parece una persona alegre. Está mirando hacia mi regazo, en el que sostengo mi Biblia pequeña y un mapa de carreteras que adquirí en una de esas gasolineras que es exactamente igual a las otras miles que hay repartidas por todo el territorio americano: dos surtidores, pegatinas de la General Motors, viento pesado, un individuo aburrido sentado sobre un escalón y mascando un chicle incoloro. Está mirando fijamente la Biblia, y extiende su mano.
- ¿Puedo verla? – pregunta con distancia.
- Claro – en ese momento sale una primera gota de sudor de mi frente. Le pongo el libro sobre la palma de su mano.
La coge con suavidad entre sus manazas. Desliza las páginas y me parece ver cómo se humedecen sus ojos.
- Tuve una como esa, hace tiempo. La perdí. Una lástima.
- ¿La lee? - pregunto interesado de veras.
- No. La he leído alguna vez, pero…
- ¿Qué le parece?
- Me entristecía - eterno silencio, y esta vez sí se le humedece la mirada –… ¿Es usted creyente?
- Sí – contesto sin pensarlo, pero me doy cuenta de que hace muchísimo que no pienso en ello.
- Perdone por esta conversación tan rara, es que… ¿Cree usted que…?
- Creo que hay vida después de la muerte, y que empieza antes de la muerte… siento lo de su esposa… - señalo hacia la mano del hombre. Se mira el dedo donde tiene los dos anillos juntos, que ya han pasado a ser parte del mismo material, del mismo dolor.
- Gracias… qué conversación tan absurda… que tenga buen viaje.
- Gracias a usted – digo mientras salgo.
Cierro la puerta con fuerza. Él carraspea.
- Aquí hay muchas iglesias. Le gustará – suelta con toda tranquilidad.
Carraspea mientras arranca, y parece que el sonido del motor ha salido de su garganta. Me quedo viendo al coche alejarse. Cuando está cerca del horizonte, un brazo sale de la ventanilla y se despide de mí. Me quedo pensando en la situación. Podría poner aquí muchas cosas, pero sólo sé que no puedo quitarme la sensación de que debí ser más comprensivo. Acaricio las tapas de la Biblia antes de devolverla a la mochila. El sol está rojo, resplandeciendo con toda su belleza. Espero que este hombre se encuentre bien. No soy nada; llevo lo puesto, una mochila y algo de dinero, y algo que se parece a un objetivo: estar con la hora del Atlántico antes de mes y medio. No soy nada, pero puedo hacer que alguien se sienta bien. Las espigas altas que rodean la carretera forman un tranquilo mar amarillo que me ciega la vista.
Entro en una cafetería donde tienen un delicioso pan de maíz y como con avidez tarta de manzana con helado de vainilla.
(1) Juego de palabras dificilísimo con el nombre del pueblo, que hace referencia a “adormecerse”.
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