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Caín, Abel y la globalización

La mayor parte de los problemas que presenta la globalización se deben a la falta de una adecuada regulación de la misma. La economía global es capaz de producir riqueza pero nunca generará solidaridad, o redistribución equitativa, a menos que sea convenientemente controlada por las autoridades de las diversas naciones. Un cierto control político de los beneficios del proceso globalizador haría posible generalizarlos sabiamente, con justicia y responsabilidad, por todo el mundo.
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 13 DE ENERO DE 2007 23:00 h

Si se concede libertad a los capitales para que traspasen las fronteras entre las naciones sin ningún tipo de problemas, también debería hacerse lo mismo con los trabajadores.

Éstos tendrían que poder viajar allí donde las oportunidades labores son mejores o donde se les ofrecen condiciones de vida mucho más dignas. La economía planetaria debe someterse a un control válido que la oriente hacia el bien común y no sólo hacia el enriquecimiento de unos pocos. No es lógico ni deseable que un sistema económico global tan poderoso como el actual carezca de instituciones globales que lo controlen o dirijan.

De forma paralela, la globalización económica tendría que ser seguida por otra globalización fraternal y solidaria. Los bienes deberían universalizarse cada vez más con el fin de que llegaran a todos los miembros de la gran familia humana. Y para lograr este control no sería imprescindible la creación de un único gobierno mundial, -temido por algunos- que impusiera a todo el mundo sus criterios. Esta solución podría llegar a ser mucho peor ya que cabría la posibilidad de dar lugar a un planeta menos democrático. De lo que se trata es de establecer una democracia universal formada por todos los estados de la tierra. Tal autoridad mundial capaz de controlar la globalización debería contener en su seno a ciertas organizaciones que en la actualidad están ya, mejor o peor, desempeñando una función internacional, como la ONU (Organización de Naciones Unidas), el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, etc. Organismos que, reformados y democratizados adecuadamente, podrían contribuir a esa regulación necesaria de la globalización.

El actual contraste entre la opulencia de Occidente y la extrema miseria que existe en tantos países, sigue constituyendo un dramático reto para todos los cristianos de la tierra. Como escribe el teólogo español, Luis González-Carvajal: “deberíamos sentir como una bofetada en pleno rostro cuando los informes internacionales nos dicen que actualmente hay más personas hambrientas en el mundo que en ningún otro momento de la historia humana, y el número no deja de crecer. Pensemos, por ejemplo, en esos ‘niños de la calle’, extendidos por casi toda América Latina, que en el seno de la economía globalizada necesitan drogarse oliendo el pegamento que usan los zapateros para poder soportar una vida sin alicientes. En Río de Janeiro y Sâo Paulo existen ‘escuadrones de la muerte’ especializados en matarlos, y, según Amnistía Internacional, el promedio viene siendo de dos niños asesinados cada tres días” (González-Carvajal, Los cristianos del siglo XXI, Sal Terrae, 2000: 44).

Ante semejante situación se hacen pertinentes, hoy más que nunca, aquellas antiguas palabras de Dios dirigidas a Caín: “¿Dónde está Abel, tu hermano?” (Gn. 4:9). ¿Dónde están nuestros hermanos pobres? ¿los hemos eliminado ya de la conciencia? ¿amontonamos sus cadáveres en algún oscuro rincón del alma? ¿hemos dejado de hablarles, de relacionarnos con ellos? ¿vivimos como si de verdad estuvieran muertos? Caín mintió descaradamente y con increíble desfachatez respondió a Dios con otra pregunta: ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano? Es como si dijera: “Guardar es oficio más bien de pastor y yo soy labrador, ¿le toca guardar a un labrador? ¿he de ser yo el que guarde al que guarda el ganado?”

Caín no había querido entender que la responsabilidad ante Dios es responsabilidad por el hermano; que el hermano mayor debe cuidar del hermano menor; que es imposible amar a Dios cuando se desprecia o se abandona al hermano. Pero Dios le respondió: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra”. Y es que la sangre derramada siempre clama al cielo y demanda justicia. Por eso los homicidas procuran “echar tierra” sobre las pruebas del delito. La voz de las fosas comunes, los terrorismos y los enterramientos masivos de la historia puede apagarse con el transcurso del tiempo en los oídos humanos, pero el Dios Creador sigue oyendo y a su tiempo hará justicia. Según la Biblia, la sangre y la vida sólo pertenecen a Dios y a nadie más. Cuando el hombre asesina se entromete en la más estricta propiedad divina y rebasa con mucho sus propias atribuciones.

No obstante, Abel, el hermano que iba a ser asesinado, no pronuncia una sola palabra: trabaja, ofrenda, calla y es víctima inocente. A pesar de todo, su ejemplo sigue gritando desde las primeras páginas bíblicas, prestando su voz a todas las víctimas inocentes de la historia humana, y continúa denunciando el odio, el rencor y la violencia fratricida. En una época individualista y narcisista como la que vivimos, ¿cuál puede ser el mensaje de esta historia? ¿qué significa hoy ser guarda del hermano?

El mandamiento supremo de Jesucristo nos da una vez más la respuesta: “Amaos unos a los otros como yo os he amado”. Cuando predomina el amor, como dice Proverbios, “se cubren todas las faltas“ (10:12), todas las discrepancias, desavenencias y rencores. Porque el auténtico amor no tiene envidia.

El verdadero amor no puede gozarse de la injusticia, sino de aquello que es verdadero. El amor se traduce en servicio mutuo, en solidaridad, comprensión y perdón. Como Pablo escribe a los filipenses (1:9). “Y esto pido en oración, que vuestro amor abunde aún más y más en ciencia y en todo conocimiento”. Es decir, que el amor entre los hermanos sólo puede crecer cuando hay conocimiento e interés de los unos por los otros. En una palabra, cuando hay “delicadeza cristiana”.

El mensaje del primer Abel de la historia nos exhorta a que resucitemos esos cadáveres imaginarios que hemos ido enterrando a lo largo de nuestra vida. Se nos demanda que les devolvamos a la existencia por medio de este amor que no tiene envidia; que volvamos a entablar relaciones más maduras de amistad y comprensión; que entendamos, de una vez, que somos un pueblo y que como tal hemos de responder delante de Dios y de los hombres.
 

 


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