El apagón

Pero nada, cuando llegué, vi una luz tenue y amarillenta que procedía de unas velas colocadas estratégicamente por mi hermana para iluminar el salón. Pregunté qué es lo que había pasado, pero solo me dieron por respuesta un “no sé, se ha ido la luz”. Se pueden imaginar mi decepción y mi enfado. Cené a la luz de las ceras y casi sin pronunciar palabra.

Cuando terminamos de recoger la mesa, la luz aún no había vuelto, ¿pero dónde se habrá metido? Estaba apunto de irme a dormir, para aplacar mis males, cuando mi melliza me dijo: ¿quieres que juguemos a algo? Yo hastiada casi por completo le dije que sí. Y nos pusimos a jugar a las cartas, al tute, al reloj, al siete y medio… Me sorprendí de repente lanzando carcajadas, me lo pasaba genial.

Nos cansamos de jugar a las cartas, agotando el repertorio de la sabiduría tahúrista (entiéndase con la acepción que da la RAE: muy diestro en el juego) de mi padre y nos pusimos a hablar. No sé muy cuándo se incorporó mi abuelo en la conversación, pero de pronto estábamos todos atentos a lo que nos decía, a las historias que nos contaba. Nos contó algunos chistes, historias de la guerra, de su tiempo en los Alpes franceses. Me encanta escuchar historias y recordé el bienestar que sentía cuando mi padre primero y mi yayo después, me contaban historias de hoy y de siempre, en esa época en la que te crees todo aquello que sale de los labios de tu superpapá.

Me sentía realmente bien, hacía tiempo que no pasaba una velada así. Todos alrededor de la mesa, junto a esas lamparitas improvisadas, escuchábamos maravillados. Y yo, antes incluso de que acabara la historia, le rogaba a mi yayo: Abuelo, otra.

Me abstraje durante unos segundos, dejé hacer a mi imaginación y de pronto me vi sentada de rodillas en el suelo, junto a un montón de gente. Oíamos la voz de un hombre: Jesús. Nos contaba historias, contestaba nuestras dudas, nos hacía sentir bien. Y yo, incluso antes de que acabara la historia, intentaba rogarle: Padre otra, pero no había manera, siempre se me adelantaban.

Saben, no recuerdo en qué momento de la noche volvió la luz, pero recuerdo que el apagón hizo que recordara que algún día estaría con el Señor, que el creador del mundo, el Dios de la Historia, ese gran Yo Soy, se sentaría conmigo en la hierba y me dejaría mirarlo a la cara en silencio, mientras él me cuenta los relatos que ya no se escriben, ésos que ya no se cuentan.