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«A todos me he hecho de todo»

Era una mañana fría y de llovizna cuando conocí a María. Íbamos de retiro camino a Madrid, contentas y expectantes, con nuestras maletas llenas de trapos e ilusiones. María se sentó a mi lado y enseguida conecté con ella, su tez blanca, su pelo arrubiado y su espontaneidad me hicieron ver en ella una chica muy agradable. No era de mi iglesia, pertenecía a otra de mi ciudad y nunca había reparado demasiado en ella; pero su conversación me hizo vislumbrar una fiel creyente con la cabeza bien amueb
OPINIóN AUTOR Beatriz Garrido 02 DE DICIEMBRE DE 2006 23:00 h

Después de un par de días de convivencia, en una de esas noches largas de intimismo y conversaciones, María se sentó en mi cama, puso sus pies bajo mi saco y comenzó a contar su historia: yo nací en el barrio chino –dijo- entre ratas y piojos en una casa medio destruida hija de una madre prostituta además de alcohólica y con dos hermanos. Cada uno de nosotros éramos de un padre diferente. Yo –a pesar de todo- quería a mi familia y crecí como pude, soñando con hacerme mayor, estudiar, trabajar y sacar a mi madre y a toda mi familia de aquel infierno. Pronto mis sueños se rompieron, pues aquella vida abocó a la mía en droga, cuando tan sólo tenía trece años y cuando tenía quince comencé a “hacer la carretera”. Tuve que preguntarle qué significaba aquello y me explicó que era ejercer la prostitución.

María no sabía lo que era el sida y al poco tiempo un chico que murió al cabo de una semana le contagió el virus. Entre drogas y prostititución y como consecuencia venta de drogas esta chica de tan solo diecisiete años recibió amenazas de muerte repetidas veces hasta que un día, no pudiendo más, sacó de entre sus cosas un folleto que alguien de un centro le había entregado hacía un año y que ella guardaba celosamente. En aquel folleto se ofrecía ayuda y se hablaba de un Dios de amor; María no tenía nada que perder y, sin pensarlo más, se dirigió a aquel centro donde se curó de su adicción y –sobre todo- donde conoció a un Dios amoroso que le ofreció una vida nueva, plena y feliz.

Pasaron nueve años, y hoy –María- es una chica como cualquier otra que ha logrado hacer realidad aquel viejo sueño, sacar a su madre de la prostitución y del alcoholismo y quitarla de aquel horrible entorno; pero, hay algo en el testimonio de María que me llegó al corazón: ¿sabes?... dijo... el Señor no hace las cosas a medias y en mi vida hizo la obra completa, yo nunca creí que alguien pudiera querer casarse conmigo, dado mi pasado y mi enfermedad; pero ese Dios que me salvó y restauró mi vida me proveyó de un marido, un marido perteneciente a mi iglesia, que también provenía del mundo de las drogas, aunque sano. Hoy soy plenamente feliz.

Mientras María contaba su historia mi corazón se agitaba a la vez que se conmovía dentro de mí, no me lo podía creer, María había nacido y había pertenecido a aquellas callejuelas sucias, estrechas, desagradables y malolientes que quedaban muy cerca de mi vieja capilla de la calle Panaderas, aquellas callejuelas que, por un lado estaban cerca y por otro tan terriblemente lejanas... Nunca en mi vida yo pensé conocer a nadie que hubiera tenido nada que ver con todo ese mundo y mucho menos que estuviera sobre mi cama y con los pies bajo mi saco. En la cama de al lado estaba Vicky, otra mujer que también procedía de un centro de desintoxicación. Vivky en sus peores momentos de “enganche” (como ella dice...) abandonó a su marido y a su hijo y estuvo viviendo de forma un tanto “perdida” hasta que el Señor tocó su vida y no solo la restauró por completo sino que hoy está liderando un grupo de mujeres en su ciudad.

En otra de las camas estaba Betty, una chica especial y encantadora con una de las voces más hermosas que yo he escuchado jamás, que –por amor al Señor y por amor a su marido, un exdrogadicto- se fue a vivir y a trabajar a un centro donde su fe sería probada hasta límites insospechados.

Aquella noche mi cabeza dio vueltas y más vueltas, aquellas mujeres tenían una expresión radiante... Vivky me ofrecía sus zapatillas (las mías se habían quedado en casa), María me regalaba caramelos y Betty me contaba experiencias bonitas de su país de origen, Portugal. En aquella habitación sólo había sonrisas, buen trato, amabilidad, y una llenura inmensa del amor de Dios. Por un momento, pensando en la vida que habían llevado todas estas mujeres pasaron por mi cabeza multitud de pensamientos y no tardó mucho el tentador en susurrar a mi oído: “vamos... ‘querida’... ¿qué hace una chica como tú en un sitio como éste?...” Al momento el Señor me reprendió y mi corazón se llenó de un amor inmenso y fue entonces cuando cobraron forma aquellas palabras del apóstol: “a todos me he hecho de todo para que de todos modos salve a alguno”.

Es una bien palpable realidad que, hoy por hoy, en nuestras iglesias se convierte poca gente y cuando sucede, en muchas ocasiones, son personas cargadas de problemas: problemas económicos, problemas emocionales, problemas de inmigración... y hay veces que uno tiene la sensación de estar siendo una mezcla entre un psicólogo y teresa de Calcuta. Lo sé, hay ocasiones en que nos preguntamos el por qué de todo esto. Yo sólo encuentro una respuesta: son “los cojos los mancos” de la parábola, son casi los únicos que responden a la invitación y es a ellos que estamos obligados a servir.

Hay un mundo ahí afuera que nos necesita, porque tiene muchas carencias, carencias que sólo el amor de Dios puede colmar y son demasiadas las veces en que nuestra comodidad puede más y preferimos seguir adentro calentando nuestros cómodos bancos y ¡eso sí! Discutiendo sobre la “pureza” de la doctrina, mientras el mundo, un mundo necesitado y lleno de problemas sigue su rumbo sin Dios y sin esperanza.

Gracias Vicky por abrir mis ojos a un mundo que me era desconocido por completo, y que me ha enriquecido como persona y como sierva de Dios.

Gracias Betty por tu precioso ejemplo, y por recordarme que las enseñanzas de unos padres fieles siervos de Dios, como fueron los tuyos, dan frutos tan hermosos como tú.

Gracias María por enseñarme que unos pies bajo mi saco, pies que anduvieron por caminos tan distintos a los míos, son benditos; porque los ha lavado el Señor, y gracias por hacerme ver de modo tan real que no debo olvidar nunca aquellas viejas palabras: “a todos me hecho de todo para que de todos modos salve a alguno”.

Pido al Señor que esto pueda ser una realidad en mi vida cada día, en todo momento, y en cada circunstancia.
 

 


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